Sobre las sociedades anónimas

Durante mucho tiempo la empresa privada estuvo separada de la influencia del Estado –lo que no significa ausencia de reglas claras y predecibles en la sociedad– y de ese modo se logró desde la Revolución Industrial liberal un progreso nunca antes logrado en la historia de la humanidad.

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Pero aquel portentoso progreso que trajo abundancia y que permitió salir de la pobreza a millones de personas como nunca antes, también atrajo peligrosas ideas sesgadas de buenas intenciones. Aquellas ideas y suposiciones se apoderaron de los políticos y otros sectores como los mismos empresarios que, para evitar la competencia, se adhirieron a la coerción impuesta por los gobiernos para sacar del mercado a sus ocasionales competidores.

La libertad empresarial mediante las sociedades anónimas con títulos al portador que permite, entre otras, volver más eficiente el traspaso de la propiedad no solo es una cuestión de practicidad comercial, sino también una garantía que nadie puede inmiscuirse en los asuntos de cada quien; excepto, en caso que existan elementos a ser probados por los órganos del Estado recayendo la carga de la prueba sobre el agente gubernamental y no sobre el ciudadano, como en efecto hoy ocurre, violando el principio de inocencia y de la carga de la prueba.

Ya los romanos durante la República y luego el common law inglés sostenían que Incumbi probati qui disce, actore non probante reus absolvitur (Incumbe la prueba quien dice, no quien niega, actor que no prueba, el demandado es absuelto).

Sin embargo, la influencia del positivismo jurídico ha sido tal que se ha venido trastrocando sencillos y profundos principios del derecho cuya raíz es precisamente “lo que es justo” y no “lo que dice la autoridad” como ahora lamentablemente se enseña y se entiende.

El proyecto de ley remitido por el Ejecutivo días atrás, precisamente parte de esa premisa y está equivocada. La compulsión estatal de convertir mediante la fuerza de la ley los títulos al portador a nominativos (cuando debe ser una elección esta modalidad) y cuyo propósito se hace para evitar el lavado de dinero y delitos conexos, solo hará que cualquier político o burócrata, el mismo Congreso, la fiscalía o la Seprelad en Py, pueda meter sus narices en las cuentas personales bancarias de todo ciudadano, sin que éste siquiera le preste su consentimiento. Esto solo significa extorsión y arbitrariedad.

Tenía razón Tocqueville cuando decía que la pérdida de ciertas libertades, aunque parezcan mínimas y que no parecen afectarnos, finalmente es la pérdida de la misma LIBERTAD Y PROPIEDAD.

(*) Gerente ejecutivo Asociación Paraguaya de Universidades Privadas APUP. Autor de los libros “Gobierno, justicia y libre mercado” y “Cartas sobre el liberalismo”

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