La corrupción sigue vigente

La semana pasada, en mi familia sufrimos la pérdida de un ser querido, cuyo último deseo fue ser sepultado al lado de sus padres, en la ciudad de San Joaquín, departamento de Caaguazú.

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Luego del velatorio en Luque, nos dispusimos a llevar el cuerpo a su última morada, en un viaje de 230 kilómetros.

El coche fúnebre encabezaba la caravana. Atrás, un colectivo lleno de parientes y por lo menos una decena de vehículos con otros familiares a bordo. Yo llevé en mi auto a mi esposa, a una tía y a un primo. 

Como salimos temprano, de mañana, me detuve en una conocida chipería de la ciudad de Eusebio Ayala, departamento de Cordillera, sobre la Ruta 2, de donde compramos el desayuno. Al salir del lugar, me olvidé de volver a encender las luces del auto.

Al cabo de unos dos minutos de desplazamiento, siempre en la ciudad de Eusebio Ayala, también conocida como Barrero Grande, divisé a un inspector de la Patrulla Caminera que me hizo la señal de pare.

Me encosté, le dije en guaraní que me iba a adelantar a su observación y le reconocí que tenía las luces apagadas. Después, le expliqué que acababa de salir de la chipería. De hecho, vio la chipa y el cocido. 

Aunque no debería ser un atenuante, le conté que estaba siguiendo el coche fúnebre que transportaba a mi tío fallecido y le volví a pedir disculpas, porque simplemente me olvidé de prender las luces cuando retomé mi camino, dos minutos antes. Incluso vio que íbamos vestidos de luto y que mi tía estaba llorando en el asiento de atrás.

El inspector me pidió mis documentos y después que bajara del coche. Me llevó a la caseta, donde estaba sentado el que creo era el jefe de turno. El inspector que me detuvo me mostró un papel pegado contra la pared, que contenía el precio de las multas. 

Primero me dijo que mi infracción me iba a costar 314.000 guaraníes, pero inmediatamente después me exigió que le dejara dinero “para la coca”. Así me iba a permitir seguir mi camino. Aún me faltaban 180 kilómetros. 

Mi respuesta fue la más sincera posible. Le dije que no tenía plata. Él me insistió. Le respondí de nuevo que no. En su tercer intento de sacarme dinero de manera ilegal, le contesté que no le iba a dar nada y le pedí que me hiciera la boleta y que me devolviera mis documentos, para retomar mi viaje.

Muy caradura, el inspector me volvió a pedir dinero “para la coca”. Entonces le dije que si me disculpaba por el error involuntario que cometí, se lo iba a agradecer mucho, y si no, que me emitiera la infracción.

En un acto amenazante y extorsivo, escaneó mis documentos y me advirtió que si a la vuelta de mi viaje no pasaba a dejarle su dinero, iba a emitir la multa, porque ya tenía todos mis datos. Por última vez, le dije que lo hiciera y que me devolviera mis documentos, tras lo cual, finalmente, pude llegar a mi destino y enterrar a mi familiar muerto, por cierto, en medio de una feroz tormenta.

Al día siguiente, intenté pagar la multa, pero en el cuartel central de la Patrulla Caminera, en San Lorenzo, me dijeron que no se había emitido ninguna infracción. 

¿Será que el inspector de la Patrulla Caminera Óscar Balbuena se arrepintió de su intento de vulgar chantaje? ¿O será que el alma ahora eterna de mi tío intercedió para salvarme de una multa?

No lo sé. Lo único que sé bien es que en la Patrulla Caminera siguen muy vigentes las prácticas corruptas que desde hace años la posicionaron como una de las instituciones con peor calificación del país.

ileguizamon@abc.com.py

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