La degradación de la palabra

A muchos políticos se les calienta la lengua con demasiada facilidad. Es cuando escupen de sus entrañas toda su naturaleza ordinaria, la misma que nunca dejó de conectarse con las cavernas.

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Erróneamente solemos llamar “mercaderas” a quienes utilizan expresiones burdas, espontáneas, inocentes, que salen de la boca sin pensar; esas con las que el pueblo grita su indignación o su alegría. Pero es otro el sentido de las palabras –aunque fuesen las mismas- cuando las pronuncian personas más o menos instruidas. La diferencia está en la intención calculada de ofender. Pero he aquí que no ofenden porque les regresan sus insultos y dejan al descubierto su carácter. Podrán disculparse, pero ya no servirá para ocultar su pequeñez, su degradación.

En estos días la opinión pública se vio sorprendida –sin sorprenderse- de la revelación de la Contraloría General de la República acerca del inmenso daño económico sufrido por nuestro país en la hidroeléctrica de Itaipú. Desde siempre sabemos que los brasileños se benefician a costa de nuestros intereses; que manejan la binacional como enteramente suyas; que nos tienen como “socios” para cubrirles sus maniobras de único patrón, total –como hasta hoy se repite- el Paraguay solo puso el agua.

Del análisis de la Contraloría leemos este aterrador párrafo: “…Itaipú determinó la aplicación de tarifas por debajo del costo del servicio de electricidad durante los años 1985 al 1997, generando el aumento de su deuda, precisamente con la empresa brasileña Eletrobras”. La deuda ilegítima asciende a cuatro mil ciento noventa y tres mil millones de dólares.

En la sesión de Diputados del miércoles 21 pasado, la legisladora Celeste Amarilla comentó con indignación –como debe hacerse- los hechos que se venían cometiendo en la Binacional, con grave daño económico para nuestro país y descomunales beneficios para el Brasil. Era de suponer que la enérgica denuncia de la diputada Amarilla encendería de patriotismo el ánimo de sus colegas; era de suponer que un cerrado aplauso coronaría su justo enojo; se esperaba que otras voces se agregaran a la protesta. Se sumó una voz, igualmente encendida, pero en defensa de la corrupción. Fue la del diputado Roberto González (colorado Añeteté) que a falta de razones acudió a su arsenal rebosante de vulgaridad y grosería. El pobre no daba para más. Desparramó por el suelo su capacidad intelectual y moral. Dio todo de sí. Desnudó su alma, o parte de ella, en el intento imposible de deshonrar a una mujer.

En este juego sucio se dejó enredar la diputada Amarilla y también cayó en el error de responder con algunos despropósitos los insultos de su colega cuyos familiares cercanos nada tenían que ver en el pleito. ¿Le molesta a Roberto González que se censure la corrupción en Itaipú? ¿Es ese su callo? Pues la diputada hubiera insistido en pisarlo, revolverlo, machucarlo. Las ofensas mutuas anulan la cuestión de fondo.

Se cuenta de Sócrates –salvando la oceánica distancia- que desistió reaccionar ante un agravio porque estaba muy enojado. En tal estado de ánimo puede ser igual o peor que su ofensor. Esperó calmarse para responder con la razón. El ejercicio de la voluntad nos conduce a dominar nuestra naturaleza violenta y exponer con serenidad la materia que nos ocupa para convencer o interesar a los demás. Esta es una cuestión esencial en el Parlamento donde descansa –o debería descansar- nuestra democracia. Si a los gritos respondemos con más gritos; a la injuria con más injuria, el Poder Legislativo –o cualquier otro poder- solo sería la cáscara amarga de una honorable institución.

¿Le molesta al diputado Roberto González el informe de una entidad del Estado? Que procure refutarlo con números y no alzarse con tanta grosería contra quienes se hacen eco de una escandalosa corrupción que mancha al país.

alcibiades@abc.com.py

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