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Presuntamente, algunos objetivos de la ley son llevar la “paz social en el campo”, “dar tranquilidad a los productores” y traer “seguridad jurídica” para que haya inversiones.
Ninguno de los que estaban a favor del proyecto de ley respondieron a la pregunta de cómo se traería “paz social” o “tranquilidad” mientras Paraguay siga siendo el país que ocupa el primer lugar del mundo en cuanto a distribución desigual de las tierras, según los datos de Oxfam y otros organismos nacionales e internacionales.
Otra cuestión no respondida por quienes defendían la ley en el Congreso es la falta de proporcionalidad y de lógica jurídica en la que queda el Código Penal Paraguayo. Con esta modificación parcial, varios delitos graves contra la vida, la integridad y la libertad de las personas tienen penas menores que las fijadas por invadir una propiedad privada.
Con su decisión, el Congreso y el Poder Ejecutivo (que ya adelantó que promulgará inmediatamente la ley), establecerán que en Paraguay es considerado mucho más grave invadir una propiedad ajena que maltratar, golpear, violar o matar a una persona.
De mantenerse estas condiciones sociales y económicas, es improbable que se reduzca la cantidad de familias pobres en el país. Es más posible que aumenten y, al continuar siendo expulsadas del campo, muchas más pasarán a engrosar el cordón de pobreza instalado alrededor de las principales urbes del país. Quienes elijan resistir, seguramente seguirán luchando para tener acceso a la tierra propia e irán presos.
Con este panorama, es difícil pensar que habrá “paz social” o “tranquilidad”, ni siquiera para quienes pueden creerse ganadores en esta coyuntura por haberse aprobado la ley.
Por los argumentos escuchados en el Congreso a favor de la ley, el objetivo real de la misma no apunta realmente a terminar con las invasiones de tierras, ni a promover justicia en la distribución de la tierra, ni a combatir la pobreza.
Lo que se busca principalmente es que los campesinos o indígenas que invadan propiedades ajenas sean rápidamente imputados y procesados por la fiscalía y que, al tratarse de un delito elevado a la categoría de crimen, no puedan obtener ninguna medida alternativa a la prisión.
Aparentemente, los impulsores de la ley creen que apresando a los líderes y persiguiendo a quienes, por falta de respuesta del Estado, buscan hacerse con un pedazo de tierra como sea, se terminará con el problema.
Tal vez lo positivo de esto es que, con la misma lógica de proteger la propiedad privada, se impulse a la brevedad una ley que considere sagrados los bienes públicos y que los delitos de corrupción en los que incurren habitualmente altos funcionarios del Estado también sean elevados a la categoría de crimen de lesa patria y los corruptos sean mantenidos en prisión y estén expuestos a varios años de cárcel.
Es lo mínimo que ahora podemos esperar, al haber escuchado estos días a tantos legisladores manifestar su preocupación por el respeto a la Constitución y la paz social.