La vida ambulante

Por recomendación de un ávido lector en mi último viaje a Madrid compré Las tres de la mañana, una breve novela del autor italiano Gianrico Carofiglio que comencé a leer después de mi partida.

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De los muchos aspectos notables de este relato sobre un viaje iniciático entre un padre y un hijo destacan los paseos de ambos en Marsella, atravesando barrios de dudosa reputación a la vez que se descubren mutuamente a lo largo de caminatas que los sorprenden en las madrugadas filosas de la ciudad portuaria.

Pasear y perderse por las calles de ciudades diseñadas para que el ser humano las explore a pie. Una oportunidad, también, para la auto exploración porque en el movimiento continuo se atraviesan paisajes, aromas y gentes diversas que alimentan y avivan los sentidos.

No en balde hay estudios neurológicos que apuntan a que las caminatas contribuyen a la agilidad cerebral en la edad madura, sirviendo de freno contra el declive cognitivo. Asimismo, un estudio de la universidad de Stanford comprobó que la creatividad de los participantes aumentó un 60% debido a los paseos prolongados.

Se sabe que genios como Steve Jobs, Charles Darwin o el prolífico Charles Dickens, que llegaba a recorrer diariamente 30 millas y escribió un ensayo titulado Caminatas nocturnas, aprovechaban sus paseos para dar impulso a sus ideas, teorías o tramas.

Fue Aristóteles quien con sus discípulos discutía sobre lo divino y lo humano mientras daban paseos en el jardín de un templo en Atenas. De ahí viene el nombre de la Escuela Peripatética: peripatein en griego significa dar vueltas.

Para el filósofo deambular era esencial para el aprendizaje, algo en lo que coincidió mucho después el escritor y ensayista estadounidense Henry David Thoreau al describir de este modo su afición a las caminatas: “Creo que, en el momento en que mis piernas empiezan a moverse, mis pensamientos empiezan a fluir”.

Durante el paseo el aprendizaje formal puede optimizarse y posiblemente hoy en día se aprovecha poco en los currículos escolares y universitarios. Un concepto, por cierto, que se aplicaba en la Institución Libre de Enseñanza, proyecto pedagógico que se desarrolló en España a partir de los principios filosóficos del alemán Karl Christian Krause entre 1876-1939 (con el triunfo del franquismo tras la Guerra Civil esta corriente panteísta fue perseguida), y que pone énfasis en el contacto con la naturaleza del niño como parte integral de su educación.

Pasear es un acto natural y necesario que se desaprovecha en las urbes que carecen de centros y se han expandido en la vastedad de suburbia y autopistas congestionadas. Una existencia que transcurre principalmente en el aislamiento del auto y en la que apenas hay los estímulos que aparecen en los barrios, en los escaparates o en la interacción con otros transeúntes.

Un modo de vivir desgajado de una función vital que necesita el cerebro y que fisiológicamente se traduce en el riego sanguíneo que provoca el tan beneficioso ejercicio de caminar. Al fin y al cabo, oxigenar la mente.

Recién llegada de una estadía en Madrid donde los paseos diarios eran maratonianos leí la hermosa novela de Carofiglio, en la que durante dos días y dos noches un padre y un hijo deambulan casi sin parar en una carrera por reencontrarse y recuperar el tiempo perdido. Poco después me fijo en un comentario que le hace a un periodista el humorista y cantante español Pablo Carbonell: “Pasear es lo contrario a perder el tiempo”. Sabias palabras en defensa de la vida ambulante. [©FIRMAS PRESS]

@ginamontaner

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