El niño indígena de dulce sonrisa y sed de hogar en medio de una plaza pública

Esta es una historia de ficción: La tristeza me invadió al observar que niños indígenas habitan, en condiciones inhumanas, la Plaza Uruguaya. A pesar de sus carencias, uno de los pequeños se acercó y me sonrió, cambiando así mi manera de ver las cosas.

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Camino por la Plaza Uruguaya con el propósito de encontrar un lugar en el cual descansar del calor infernal que venimos padeciendo. Sin embargo, repentinamente, varios niños cruzan frente a mí corriendo y jugando, en su inocencia, sin importarles sus pies descalzos y, mucho menos, la escasa vestimenta que llevaban.

Observo, con atención, cómo ríen y se divierten alrededor de improvisadas carpas, hechas con bolsas negras de plástico y sostenidas con una rama que, al parecer, les servían para descansar y refugiarse en estas calurosas noches de verano. “¿Qué podría hacer yo ante tanta necesidad?”, me pregunté.

A lo lejos, veo a la madre de uno de los niños, una mujer indígena desgastada por la falta de condiciones sanitarias, mientras asea en una canilla pública de la plaza a uno de los pequeños. La mujer sostiene a su hijo en sus brazos y le limpia, cuidadosamente, los pies, la cara y los brazos, limitada por la falta de comodidad.

Varios transeúntes caminan alrededor de la plaza ignorando esta inquietante realidad, como si la presencia de estos pequeños y sus familiares indígenas les molestara. Un cuestionamiento comienza a recorrer mi mente: ¿acaso no piensan que todos podemos contribuir en la búsqueda de una solución a esta problemática?

Finalmente, uno de los niños se acerca aún más a mí y observo, detenidamente, su cabello castaño oscuro, su inocente rostro y la sonrisa que me regala; su dentadura me señala la escasez que, seguramente, ha experimentado a lo largo de su vida. A pesar de todo, sus ojos me muestran alegría, en medio de tanta necesidad.

Un sentimiento desolador me atravesó al pensar que este niño tendría que estar empezando el año escolar; sin embargo, se encontraba junto a sus padres ante cientos de problemas que a su corta edad él no puede solucionar.

Luego de esta rápida interacción, el pequeño se encamina, nuevamente, junto a los demás para seguir jugando en este lugar tan icónico de nuestra capital. Por otro lado, yo nunca olvidaré este gesto, pues él tenía derecho, como cualquier otro niño, a una vivienda digna, a una alimentación nutritiva, a una educación de calidad y, por sobre todo, a recibir asistencia médica.

Me levanté del banco en que había estado sentada; lentamente, me fui alejando de la plaza, mientras sentía en mi corazón algo así como una llamada, un pedido angustiante de un niño que reclamaba calor de hogar.

Por Rebeca Vázquez (18 años)

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