El peso cotidiano de la miseria y la injusticia

Durante la Semana Santa, los cristianos recuerdan el suplicio de quien se hizo carne para redimir a la humanidad de sus pecados. Si Jesús tuvo que cargar una pesada cruz, en la que terminó expirando para resucitar al tercer día y subir al cielo, no son pocos los mortales que sienten el peso cotidiano de la miseria y de la injusticia: por lo general, recorren en silencio un vía crucis abierto, muchas veces, por autoridades arbitrarias, voraces e ineptas, que los engañan con descaro, aprovechando su ignorancia. La gran mayoría del pueblo paraguayo es una indefensa víctima colectiva de esos malandrines que saquean el país con sus corruptelas de siempre, sin que el Ministerio Público ni la judicatura crean necesario hacerles sentir el peso de la ley: por acción u omisión, se confabulan con ellos en contra de las personas de bien, haciendo triar el principio de igualdad ante las leyes.

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El Presidente de la República ha dicho más de una vez que el crimen organizado se ha introducido en las instituciones, sin que sus palabras hayan generado un sismo político que lleve a la adopción de medidas penales y administrativas para depurarlas debidamente. En otras palabras, la función pública podría estar al servicio de la mafia, mientras se espera la condigna reacción de los tres Poderes, para no tener que concluir que ya han caído en sus manos. Juan Carlos Ozorio guarda prisión preventiva tras haber sido imputado por lavado de dinero, tráfico de drogas y asociación criminal; el hecho de que haya sido diputado y presidente de una importante cooperativa es un lamentable ejemplo de la inserción social referida, que amenaza con generar un narcoestado en el centro de Sudamérica. Es alarmante que el Paraguay esté en vías de convertirse en algo más que un país de tránsito y campo de batalla entre facciones mafiosas, de modo que urge iniciar cuanto antes un saneamiento institucional que ponga coto a esta marcada tendencia.

El fenómeno tiene mucho que ver con el azote de la inseguridad, cada vez más inquietante, aunque el candidato presidencial Santiago Peña (ANR) afirme que el Paraguay tiene un índice de criminalidad “muy bajo”, como el de los países nórdicos, si se dejan de lado los departamentos de San Pedro, Amambay y Canindeyú. Aquí juega un rol importante la tremenda corrupción reinante en la Policía Nacional, cuya última fechoría conocida está ligada al “blanqueo” de vehículos robados; a tanto llega la podredumbre que los propios “polibandis”, junto con los delincuentes comunes, ponen en serio riesgo la seguridad, los derechos y los bienes de las personas, haciendo que el Estado incumpla su deber primordial de mantener el orden público: es bueno que se ocupe de la salud o de la educación, pero ante todo debe impedir que rija la ley del más fuerte o que las víctimas se hagan justicia por sí mismas. Los delincuentes deben estar al otro lado de una clara línea roja que los separe de los funcionarios honrados.

Por cierto, los sistemas sanitario y educativo suponen un calvario para quienes se ven forzados a recurrir a ellos por no tener suficiente dinero: la carencia de remedios, de camas y de especialistas, así como el maltrato que sufren los pacientes y sus familiares, dan cuenta de una sanidad desastrosa, en tanto que las aulas ruinosas y mal equipadas, a las que se suma la ineptitud del común de los docentes, privan a las nuevas generaciones de la formación adecuada para avanzar en la sociedad del conocimiento. El grave problema radica menos en la falta de fondos públicos que en el prebendarismo, el derroche y la corrupción rampantes: los abultados gastos en “servicios personales” para alimentar a la copiosa clientela, las erogaciones superfluas y el latrocinio sistemático implican un colosal desvío de recursos, en perjuicio de las inversiones y, por ende, del nivel de vida del común de los gobernados. Negarse a sobornar y a la vez denunciar al peticionante es una obra de bien común que enaltece al ciudadano.

Ciertos personajes de la vida pública fueron declarados “significativamente corruptos” por el Gobierno de la primera potencia mundial, debido a ciertas actuaciones que no fueron detectadas por organismos nacionales, quizá porque prefirieron ignorarlas. Si así fue, como los antecedentes sugieren, las respectivas declaraciones oficiales implicaron un vergonzoso baldón, no solo para los directamente afectados, sino también para el Estado paraguayo. La corrupción debe ser combatida por él mismo, con la cooperación de unos ciudadanos que no cierren los ojos ni la boca cuando los canallas les roben su presente y su futuro, cualquiera sea su investidura y aunque vayan a misa; los fariseos deben ser condenados, también en este “valle de lágrimas”, porque el perdón de los pecados, impartido por un sacerdote, no debe confundirse con la impunidad de los delitos, otorgada por jueces complacientes con el poder político o económico. El Paraguay debe ser redimido, haciendo que los bandidos dejen un cargo público y pasen a ocupar una celda común y corriente.

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