El aumento de las villas miseria

El proceso de migración de población campesina a los centros poblados, tal como se viene dando en nuestro país desde hace décadas, va agravándose de un modo tan visible que hasta las informaciones estadísticas recogidas metódicamente se vuelven obsoletas en poco tiempo, sin que se pueda siquiera realizar estimaciones confiables para aplicarlas a cualquier proyecto social de cierta envergadura. Según la organización “Un Techo para mi País”, en diez localidades del área metropolitana de Asunción hay unas 38.000 familias que viven en 405 asentamientos carentes de las condiciones mínimas para llamarse urbanizaciones, y con todos los males sociales que suelen derivarse de estas paupérrimas condiciones de existencia. Cualquiera sabe que estos asentamientos se formaron con gente que despobló el campo, lo que explica la cada vez menos población en las zonas rurales y más en las orillas de las ciudades. Ningún gobernante puede estar desinformado en esta materia. Todos saben y ven que vamos directamente camino hacia la formación de favelas, las villas miseria, las callampas, las chabolas, etc. Sin embargo, no reaccionan ante el peligro; no se los ve preocupados ni ansiosos por encarar algún proyecto socioeconómico que esté acorde a la amenaza.

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El proceso de migración de población campesina hacia los centros poblados, tal como se viene dando en nuestro país desde hace varias décadas, va agravándose de un modo tan visible que hasta las informaciones estadísticas recogidas metódicamente se vuelven obsoletas en poco tiempo, sin que se pueda siquiera realizar estimaciones confiables para aplicarlas a cualquier proyecto social de cierta envergadura.

Según datos proporcionados por la organización latinoamericana no gubernamental “Un Techo para mi País” (UTPMP), integrada y dirigida por jóvenes de distintos países de América Latina, que posee una filial paraguaya, “Techo Paraguay”, en diez localidades del área metropolitana de Asunción hay unas 38.000 familias que viven en 405 asentamientos carentes de las condiciones mínimas para llamarse urbanizaciones, es decir, con falta o escasez de agua potable, alcantarillado sanitario, espacios para disposición de desechos domésticos, con malas vías de tránsito, hacinamiento, etc., y con todos los males sociales que suelen derivarse de estas paupérrimas condiciones de existencia.

Esta área metropolitana capitalina se extiende en forma irregular en un espacio de aproximadamente 1.100 kilómetros cuadrados, con una población de alrededor de 2.500.000 personas, que representa una densidad de unos 2.270 habitantes por kilómetro cuadrado. Si se considera que todo el país posee un promedio de 16 hab./km², es muy fácil evaluar la terrible desproporción que se da entre estos ámbitos y los demás.

Cualquiera sabe que estos asentamientos se formaron con gente que despobló el campo, lo que explica la cada vez menor población en las zonas rurales y más en las orillas de las localidades urbanas, que actúan como focos de atracción. Menos brazos para trabajar en el campo, más brazos ociosos en la ciudad. En consecuencia: pobreza creciente en ambas zonas, producida por el mismo fenómeno.

Y queda todavía por agregar a lo dicho y calculado otro sector que padece los mismos males: los barrios que se crearon en el área de los bañados asuncenos, en la ribera fluvial anegadiza, desprovista de condiciones para ser habitable. Los migrantes del interior del país que ocuparon esos suelos, desafiando el sentido común y violando todas las normas legales que prohibían tales ocupaciones, cosa que –dicho sea de paso– no hubieran podido hacer si no contaran con la interesada connivencia de esos caudillejos políticos que aprovechan la debilidad y la miseria para conformar su clientela electoral, actuando con complicidades para violar las leyes y repartir pequeñas prebendas, o limosnas, disfrazadas de “nobles gestos” de asistencia social.

Según la organización que se denomina Pastoral Social Arquidiocesana, hay unas veinte mil familias que residen en los extensos bañados asuncenos, cifra que, para conseguir fondos, automáticamente se duplica cuando la Municipalidad u otros organismos estatales realizan censos destinados a proyectos de asistencia social o para anunciadas y publicitadas obras públicas.

Según la organización citada, la totalidad de las personas residentes en los asentamientos marginales del área metropolitana capitalina carece de títulos de propiedad de los terrenos que ocupan, padeciendo un índice de hacinamiento que trepa al 62%. Sumando los datos recogidos, serían unas 60.000 familias en situación de pobreza extrema, que es la categoría inferior que se utiliza en las tablas de mediciones socioeconómicas, en la que se inscribe a las personas o grupos familiares que obtienen menos de 1,9 dólares diarios de ingreso per cápita.

Las causas del flujo migratorio campo-ciudad están demasiado bien estudiadas desde hace mucho tiempo en América Latina y en nuestro país. Se conocen perfectamente bien sus causas, sus procesos de desarrollo y sus consecuencias. Se divulgan permanentes propuestas para comenzar a encarar soluciones al problema, como por ejemplo diseñar y poner en marcha planes de desarrollo rural que sean técnicamente serios y no meras improvisaciones populistas o “engañabobos” electoralistas.

Como primer paso, se recomienda corregir gradualmente la inequidad en la tenencia de la tierra, asegurar a los campesinos productores oportuna asistencia estatal y financiera, así como acceso al mercado; potenciar las obras de infraestructura vial, de salud, de educación y de comunicación social en el campo; y garantizar efectivamente la seguridad jurídica, cuya ausencia es uno de los más graves inconvenientes en nuestro país.

Para comenzar a poner en práctica estos remedios hacen falta, por supuesto, gobernantes que estén dotados de valores esenciales y sentimientos singulares, como el de la preocupación por el futuro del país, el de la solidaridad social, el de la responsabilidad política, todo lo cual debe verse envuelto en una virtud máxima: el patriotismo.

La pregunta es: en las condiciones que nuestro país vive en esta época, ¿de dónde los paraguayos vamos a sacar políticos y gobernantes que posean estas cualidades? He aquí la más acuciante incógnita.

La experiencia nos enseña que, hasta ahora, ningún Gobierno nacional ni los gobiernos locales encararon este creciente y peligrosísimo flujo migratorio hacia las ciudades, que se cierne tan riesgosamente sobre el futuro de nuestra sociedad en general. Ningún gobernante puede estar desinformado en esta materia. Todos saben y ven que vamos directamente camino hacia la formación de las favelas, las villas miseria, las callampas, las chabolas, etc., que tantos males encierran y producen en las mayores ciudades latinoamericanas. Sin embargo, no reaccionan ante el peligro; no se los ve preocupados ni ansiosos por encarar el inicio de algún proyecto socioeconómico de envergadura que esté acorde a la amenaza.

El aumento gradual y sostenido de los asentamientos precarios, de indigentes, de marginados, acabará produciendo lo mismo que en los demás casos conocidos: desesperación, violencia, crimen, prostitución, drogadicción, suicidios, criaderos de soldados para los mafiosos y el sinfín de efectos trágicos que se comprueban en todos los estudios sociológicos y psicosociales.

Los ciudadanos y las ciudadanas deben exigir a los candidatos electorales que les reclaman sus votos que se dediquen a estudiar y proponer soluciones viables para estas potenciales bombas de tiempo, en vez de pensar solo en satisfacer las necesidades coyunturales de sus clientelas, como está sucediendo.

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