Los fueros parlamentarios se usan para impunidad

Desde 2013, duermen en los cajones de la Cámara de Diputados dos proyectos de ley similares, que modifican el régimen con el que, actualmente, se utilizan los fueros parlamentarios. Si pasó tanto tiempo sin que se pudiera debatirlos en el pleno, significa que tales proyectos no son absolutamente de interés de los señores diputados. Es que disminuyen sus irritantes y abusivos privilegios actuales. La Constitución prescribe que “ningún miembro del Congreso puede ser acusado judicialmente por las opiniones que emita en el desempeño de sus funciones...”, entre otras disposiciones que aluden expresamente a cuestiones que se refieren a su desempeño en el cargo. Pero en nuestra democracia degradada, lejos de que haya necesidad de proteger la libertad personal de los legisladores para que puedan desempeñar cabalmente sus actividades, lo que ocurre es lo contrario: la gente común tiene que protegerse y proteger al país de ellos y de sus abusos. Hasta que esos proyectos de ley, u otros que sean más precisos, no sean aprobados, en el Paraguay la inmunidad parlamentaria deberá continuar entendiéndose como “impunidad”. O sea, licencia para delinquir sin trabas ni sanciones, al amparo del paraguas de los dichosos fueros.

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Desde 2013, duermen en los cajones de la Cámara de Diputados –específicamente, en las comisiones de Asuntos Constitucionales y de Legislación– dos proyectos de ley similares, que modifican el régimen con el que, actualmente, se utilizan los fueros parlamentarios. Si pasó tanto tiempo sin que se pudiera debatirlos en el pleno, significa que tales proyectos no son absolutamente del interés de los señores diputados. Es que disminuyen sus irritantes y abusivos privilegios actuales.

En efecto, nuestra Constitución vigente, en su art. 191 (“De las inmunidades”), prescribe que: “Ningún miembro del Congreso puede ser acusado judicialmente por las opiniones que emita en el desempeño de sus funciones. Ningún senador o diputado podrá ser detenido, desde el día de su elección hasta el del cese de sus funciones, salvo que fuera hallado en flagrante delito que merezca pena corporal. En este caso, la autoridad interviniente lo pondrá bajo custodia en su residencia, dará cuenta de inmediato del hecho a la Cámara respectiva y al juez competente, a quien remitirá los antecedentes a la brevedad” (las negritas son nuestras).

Esta disposición, palabras más, palabras menos, figura en la gran mayoría de legislaciones de los países democráticos. La inmunidad parlamentaria es necesaria y saludable para las democracias, porque busca impedir que un tirano, o un grupo de fuerza, utilice el procedimiento ordinario de la Justicia para anular a uno o varios legisladores “sacándolos de la cancha” en algún momento oportuno, como sería en días de tareas importantes o votaciones.

Hasta aquí todo bien; pero en nuestra democracia degradada, lejos de que haya necesidad de proteger la libertad personal de los legisladores para que puedan cumplir cabalmente sus funciones, lo que ocurre es lo contrario: la gente común tiene que protegerse y proteger al país de ellos y de sus abusos.

Los delitos cometidos por algunos senadores y diputados en los últimos treinta años se cuentan por decenas, desde poseer automotores robados o en infracción a las leyes aduaneras, hasta hacer pasar por funcionarios públicos a personas que no lo son para quedarse con los salarios, o costear a sus empleados domésticos, o ser hallados en posesión de productos de fabricación, tráfico o consumo prohibidos, o traficar influencias, o intimidar a fiscales, jueces y magistrados... Son incontables los sucios episodios que salpicaron a senadores y diputados en ese lapso.

Y aquí viene lo peor: en todos los casos en que la Justicia trató de procesar a un legislador sospechado de conducta ilícita, chocó frontalmente con la solidaridad mal entendida de sus colegas que, aplicando el principio de inmunidad o ley de fueros, protegen al acusado.

Los proyectos de ley que duermen en las comisiones citadas intentan poner algunos límites a la amplitud con que los legisladores emplean su facultad de rechazar los pedidos judiciales de suspensión del principio constitucional de inmunidad, para los parlamentarios que resulten acusados formalmente en la Justicia.

El art. 4° de uno de esos dos proyectos modificatorios, establece: “En los casos de hechos punibles que no guarden relación con las opiniones que emitan en el desempeño de sus funciones, regirán las reglas previstas en el Código Procesal Penal”. Esta disposición es la que se emplea en todas las legislaciones similares porque es la que permite separar el concepto de protección de la libre opinión del legislador de la de sus incorrecciones de conducta.

Aunque en el texto constitucional queda suficientemente claro que el principio de inmunidad es establecido para proteger el derecho de los senadores y diputados a manifestar sus opiniones y ejercer el voto en el ejercicio de sus funciones, en el seno de su institución, los propios legisladores deformaron y extendieron este sentido limitado de la inmunidad hasta convertirlo en ilimitado.

Esto es lo que dice el segundo párrafo del artículo constitucional citado anteriormente: “Cuando se formase causa contra un senador o un diputado ante los tribunales ordinarios, el juez lo comunicará, con copia de los antecedentes, a la Cámara respectiva, la cual examinará el mérito del sumario, y por mayoría de dos tercios resolverá si ha lugar o no al desafuero, para ser sometido a proceso. En caso afirmativo, le suspenderá en sus fueros”.

Lo que corresponde hacer, por consiguiente, es que, aunque los parlamentarios rechacen el pedido de desafuero, el proceso judicial continúe su trámite. Incluso el o los parlamentarios enjuiciados deberían ser convocados a prestar declaración indagatoria, si fuese el caso, así como cumplir los otros trámites procesales que no afecten su capacidad de asistir a las sesiones de comisiones y camerales, de emitir su opinión y de votar, que es lo único que el principio de inmunidad pretende proteger.

Hasta que estos proyectos de ley, u otros que sean aun más precisos en estos puntos, no sean aprobados, en el Paraguay la inmunidad parlamentaria deberá continuar entendiéndose como “impunidad”. O sea, licencia para delinquir sin trabas ni sanciones, al amparo del paraguas de los dichosos fueros.

La práctica política en nuestro país, al ser degradada como está al nivel ínfimo de la politiquería, prostituyó todos los principios, instituciones y herramientas republicanas establecidas en la Constitución y algunas leyes para asegurar que los abusos de los políticos sean sancionados. Ellos mismos convirtieron su oficio en claques cerradas, actuando con claves gansteriles de protección recíproca frente a la ley y la justicia. O manipularon la misma justicia, merced a que se infiltraron en los organismos que eligen a jueces y fiscales o que tienen facultad de indagarles y procesarles.

Los fueros parlamentarios deben ser restringidos a los límites establecidos por la Constitución. Poca esperanza, sin embargo, cabe en tal sentido, ya que tendrán que ser los propios beneficiados con su distorsión, o sea los senadores y diputados, quienes lo hagan, renunciando al privilegio que crearon a su favor. Para esto se requerirá una mayoría de senadores y diputados honestos y principistas, lo que en nuestro país precisamente no abundan.

Se hace imperioso desempolvar los proyectos de leyes citados que duermen tan profundamente en los cajones de las comisiones de Asuntos Constitucionales y de Legislación de la Cámara de Diputados. Es hora de que los ciudadanos y las ciudadanas ya no tengan que continuar soportando a verdaderos delincuentes camuflados como “representantes del pueblo”.

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