Analfabetismo filosófico

“En la filosofía del fútbol, un gol con la mano no puede ser válido”, escuché a un comentarista afirmar en TV. Esta proposición apodíctica me sumió en una profunda reflexión socrática. Estaba prevenido, no obstante, por cuanto ya había oído otras cosas como “La filosofía de nuestra empresa es presentar la mejor pizza de plaza”. Y esta otra: “No sé. Creo que al show le faltó la filosofía del espectáculo”.

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Es curioso que la palabra filosofía posea hoy todo el prestigio del que la disciplina carece. Cualquiera la emplea; pocos saben sobre qué versa; casi nadie siente verdadero interés en ella. La gran mayoría cree que filósofos son esos escritores exitosos que cada año publican un best-seller explicándonos cómo tenemos que encarar los momentos difíciles, de qué manera alimentarnos o cambiar nuestra forma de vida, con cuáles medios vamos a triunfar y ser felices.

Desde luego, no ha de pretenderse que Hegel, Heidegger o Foucault sean populares como Deepak Chopra, Paulo Coelho, Jorge Bucay, Spencer Jonhson y tales. Comparados ambos, estos son como hamburguesas con cola y aquellos serían como milanesa de cerdo frita en aceite de carpincho. Es necesario reconocer que se requiere mucho coraje para leer obras de verdadera Filosofía. En la actualidad, transcurrimos la existencia en una gran sala de espera, donde ninguna lectura que no pueda comprenderse y acabarse en veinte minutos tiene posibilidades de éxito.

Consideremos otro elemento: las nuevas tecnologías abarataron de tal modo la imprenta, que todos podemos publicar lo que sea sin mayor gasto. Sumado esto a la multiplicación comercial de viveros forestales y el extraordinario desarrollo de las técnicas de fecundación in vitro, resulta una bobería anticuada el viejo imperativo de vida “Plantar un árbol, escribir un libro y tener un hijo”. Hoy, quienquiera los puede hacer por centenares.

Vale decir, la masificación, siendo buena para ciertas cosas, es muy mala para otras. Véase este caso: al menos desde el Renacimiento existe una lucha permanente a favor de la alfabetización. Se supone que en nuestra época se da finalmente su triunfo mundial y que esto es bueno, pero allí tenemos el éxito de la televisión para hacernos dudar.

Ciertamente, que todo el mundo sepa leer y escribir parece cosa buena, en principio. No así que, ensoberbecidos por esto, algunos pretendan también publicar sus memorias, sus poemas, sus recetas o sus ideas filosóficas. Nótese cuánta gente irresponsablemente alfabetizada se pone a escribir y sus papeles ven la luz pública gracias a las gangas editoriales y a los subsidios estatales. Todo esto potenciado con las redes sociales, donde diariamente se postean millones de citas, versos, máximas, plegarias, adagios, reflexiones, sanos consejos y sabias moralejas, con una densidad tan tóxica que le sofocarían al mismísimo Confucio.

¿Qué es Filosofía, qué es filosofar, finalmente? Hay opciones. Según Montesquieu, “es una cosa extraordinaria que toda filosofía consista en dos palabras: al carajo”. Según Deleuze: “se ha constituido históricamente una imagen del pensamiento llamada filosofía, que impide perfectamente a la gente pensar”. Y, Paul Valéry: “toda filosofía podría reducirse a investigar laboriosamente lo que ya se conoce naturalmente”.

Buen punto este de Valéry. Devela lo que sospechábamos: que se puede hacer filosofía sin alfabetizarse previamente. Pero nos crea un problema a dilucidar, porque, si se va a construir filosofía a partir de lo que ya se conoce naturalmente, entonces ¿quiénes en nuestro país, por ejemplo, se dedicarían a filosofar? Porque las personas que parecen conocerlo todo naturalmente y estar absolutamente seguros de lo que saben, en este momento se están dedicando al periodismo.

Por fortuna tenemos a los analfabetos, que reclaman su reivindicación y a los que hay que respetar más, pues, como alguien decía, al fin y al cabo fueron los inventores del alfabeto.

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