Caacupé, paradigma del encuentro nacional

De casi todos los rincones de la patria, como si de repente olvidáramos nuestras prerrogativas o infortunios sociales o nuestras rivalidades y rencillas políticas, sin más compromiso de conciencia que la de querer llegar junto a la Madre milagrosa, nos unimos a la “caravana de los promeseros que asciende la loma de Caacupé”.

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La imagen del estoico promesero que, bajo un sol ardiente o empapado en una lluvia torrencial acelera los pasos para llegar, por lo menos, a tocar el anda de la Virgen, como una posta de victoria, es un trasunto fiel de la vida y de la fe del hombre, que es penosa y exigente y que no acepta clientes apenas doctrinales.

Allá en la altura de los cerros, donde se estremece la dignidad más noble y flamea la libertad más sublimada de la naturaleza humana, Dios y el hombre se encuentran y se abrazan a la sombra de la Madre de Dios. ¿Cuáles son las verdaderas motivaciones y la marca de autenticidad cristiana de los promeseros de Caacupé?

He aquí una pregunta que inquieta la conciencia escrupulosa del teólogo y alimenta el mal disimulado prejuicio de los no-católicos y de los que quieren creer todavía que la religión es el opio del pueblo.

¿Se puede ser sincero al pie de la Virgen cuando se ha pisoteado los más elementales principios morales de la honestidad, de la justicia, de la verdad?

¿Cómo se puede justificar una fe cristiana cuando se vive de espalda a las normas del Evangelio y se desprecia, con altanería, la autoridad de la iglesia?

¿Cómo se puede exhibir una fe cristiana si se ha hecho de los “ídolos” la obsesión de la vida sin tener en cuenta los medios para lograrlos? ¿Tiene sentido una peregrinación a Caacupé si se ha hipotecado la conciencia cristiana por treinta monedas de plata? Como diría nuestro querido papa Francisco: “¿Quién soy yo para juzgar?

Caacupé, ciertamente, puede ser un punto de partida para sopesar nuestra conciencia. Nuestra devoción a la Virgen María no debe terminar con la peregrinación, la procesión o la vela prendida ante su imagen. El culto a María no es un fin en sí mismo.

María necesariamente tiene que conducirnos a Jesús. Caacupé apenas es un camino, largo y azaroso es verdad, como todos los caminos que conducen a Dios. No temamos cansarnos, pues María es la Madre que nunca se cansa de esperar. * Sacerdote redentorista

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