Derechos humanos

El próximo miércoles se recordará el Día de los Derechos Humanos establecido el 10 de diciembre de 1948. En esta fecha se dio a conocer la Declaración Universal de los Derechos Humanos, de la que nuestro país es signatario. O sea, asumió el compromiso de cumplir su mandato.

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Existen otros documentos como el Pacto de San José, del 22 de noviembre de 1969; la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre, del 2 de mayo de 1948 –precursora de la del 10 de diciembre del mismo año– que exigen a nuestro país atender los derechos humanos.

Son muchos los compromisos que el Paraguay debe honrar ante sí mismo y ante la comunidad internacional. Somos deudores habituales de una larga serie de pactos sobre los derechos humanos. Por razones de espacio, voy a mencionar sólo dos: la educación y los derechos políticos.

La Declaración Universal, en su artículo 26.1 expresa: “Toda persona tiene derecho a la educación. La educación debe ser gratuita, al menos en lo concerniente a la instrucción elemental y fundamental. La instrucción elemental será obligatoria. La instrucción técnica y profesional habrá de ser generalizada, el acceso a los estudios superiores será igual para todos, en función de los méritos respectivos”.

Nada más lejos de nuestra realidad este mandamiento. Ahora mismo hay como 200.000 paraguayos, de 5 a 18 años, que no asisten a ninguna institución educativa. La cifra es aterradora. Más de un cuarto del millón –por el momento– está condenado a vivir en la marginalidad. Sin estudios, nunca serán ciudadanos que ayuden al desarrollo del país. Al contrario, serán –muchos de ellos seguramente ya lo son– un estorbo, un palo en la rueda del progreso. Y para que la situación sea peor, tal vez muchos de esos ciudadanos vivan el drama fuera de su voluntad. Nadie es analfabeto porque quiere. Nadie vive en la miseria porque le causa placer. En la pobreza de los pueblos, como el nuestro, hay causas que no se quieren remediar porque hay quienes se benefician de ello. El colmo del egoísmo, la codicia, la inmoralidad, es enterrar a los más débiles para que sus despojos nos den de comer.

Y en este punto cabe la segunda cuestión: los derechos políticos.

La Declaración Universal de los Derechos Humanos expresa en su artículo 20.3: “La voluntad del pueblo es la base de la autoridad del poder público; esta voluntad se expresará mediante elecciones auténticas que habrán de celebrarse periódicamente, por sufragio universal e igual y por voto secreto y otro procedimiento equivalente que garantice la libertad del voto”.

En nuestro país se cumple el rito de las urnas, pero el atropello a los derechos humanos se da en la falta de garantías para ejercer “la libertad del voto”. ¿Qué libertad tiene el ciudadano amarrado al dinero del político que compra su voto? ¿Vota con libertad el que vende su opinión? Sí, “la voluntad del pueblo es la base de la autoridad del poder público”. Pero esa voluntad no es tal cuando está sometida a la dictadura del dinero. Y ese dinero no solo es la expresión de un poder económico, tal vez ilimitado, tal vez delictivo como los narcos. Antes que nada es la perversión de un modelo político, la democracia, que podría ayudarnos a resolver nuestros problemas. Pero nada puede funcionar razonablemente bien con políticos –o empresarios que se meten o le meten en política– valiéndose, él y su entorno, de lo único que puede ayudarles a subir o mantenerse en el poder: el dinero. Y si este es malhabido, peor todavía.

Desde luego que el dinero en sí mismo no es una maldición. Al contrario. Bien utilizado es el motor de las grandes realizaciones, en todos los órdenes. Pero tenerlo para rodearse de zánganos y alimentar ambiciones desmedidas, entonces el dinero es una desgracia nacional. O sea, un grave atropello a los derechos humanos.

alcibiades@abc.com.py

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