Descender a los infiernos

SALAMANCA. Imposible de dar con su paradero, el Centro Wiesenthal dio por muerto en 2014 al nazi Alois Brunner, el “mejor hombre” con quien contaba Adolf Eichmann. Se consideró que con él desaparecía el último jerarca nazi de primera línea. Recientemente periodistas de la revista francesa “XXI” reconstruyeron sus últimos años vividos en Siria, donde fue asesor cercano de Bachar el Asad, el dictador que no dudó en utilizar bombas de gas venenoso contra su propia población.

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Aquellos hechos trágicos, a través de sus protagonistas parecían alejarse en la historia y el ciudadano de a pie se sentía tranquilo al saber que casi todos ellos habían sido sometidos a la justicia. Hasta que la semana pasada el papa Francisco, durante su visita a los países bálticos Estonia, Letonia y Lituania, de la mano de una de las víctimas, “descendió a los infiernos”.

En Vilna, capital de Lituania, visitó el Museo de la Ocupación y las Luchas por la Libertad, el edificio utilizado como cuartel de la Gestapo, la policía política nazi y que luego heredó la KGB, la policía política de la Unión Soviética, durante los cincuenta años de la ocupación soviética y los tres de la invasión alemana. Allí se torturaba, muchas veces hasta la muerte, a quienes eran considerados enemigos de uno y de otro régimen. Algunas celdas medían sesenta centímetros cuadrados para que el prisionero no pudiera acostarse ni sentarse. Para sus necesidades fisiológicas solo tenía un balde de modo que el olor adentro fuera insoportable.

Impresionado por todo lo visto, el papa Francisco terminó exclamando: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” Toda su visita a estas tres pequeñas repúblicas apresadas entre Rusia y el mar Báltico, fue motivo para que en numerosas ocasiones hiciera referencia a las ideologías extremas, al peligro de que un pueblo se crea superior a otro, a las constantes amenazas de la xenofobia, el odio al otro y los peligros de la guerra. Temas que creemos lejanos y sin embargo son materia diaria de estas naciones, incluyendo Finlandia, que sienten la amenaza constante de su gigantesco vecino en manos de un antiguo director de la KGB, Vladímir Putin, y sus delirios de revivir la antigua grandeza del imperio ruso.

A propósito de todo esto, acabo de leer un libro conmovedor, inquietante de la escritora bielorrusa Svetlana Alexiévich (premio Nobel de Literatura 2015): “Últimos testigos” (Los niños de la Segunda Guerra Mundial). A mediados de los años ochenta la escritora comenzó a buscar a quienes eran niños en 1941 cuando se produjo la invasión nazi, y los entrevistó. El libro son esas entrevistas, así tal cual fueron, sin cambiarlas, sin tocarlas, sin querer darles un “toque” literario. Y la palabra se convierte en tan opresiva y agobiante como esos espacios que visitó el papa Francisco. Los habitantes de Bielorrusia sufrieron de manera especial el primer impacto por su cercanía con Polonia y por estar camino de Moscú que los nazis deseaban ocupar. Los niños una mañana se despertaron para ir a la escuela y sus madres les decían: “Hoy no hay clase. Hay guerra”, una palabra que para ellos carecía de significado. Hasta que de pronto, se encontraron solos, sus padres asesinados en su presencia por los invasores, sus casas quemadas, ningún familiar a quien acudir, perdidos en un mundo desconocido. Esta es la cara de la guerra de la que se habla poco. Y sin embargo, la tenemos allí cerca y volveremos a vivir toda su tragedia si no nos ponemos en continua alerta.

jesus.ruiznestosa@gmail.com

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