Desmontar un monstruo

No es posible saber a ciencia cierta si los constituyentes del 92 sabían lo que hacían cuando elucubraron la integración de una institución que tuviera como componentes dos de los sectores menos exitosos y más cuestionados de nuestra sociedad: la clase política y el servicio de justicia.

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En la primera década del 90, la prioridad era desmontar los resabios de la dictadura, entre ellos, el Tribunal Electoral de la Capital, la oficina que se encargaba de ponerle la escenografía al gran teatro que eran las votaciones de la era stronista.

De amplia mayoría azulgrana, ya que colorados y liberales componían la gran masa de ciudadanos constituyentes, los partidos se aseguraron de construir una institución que no solo solidifique el bipartidismo, sino que, además, garantice para ellos un flujo de dinero permanente para la manutención de operadores políticos, masa que creció hasta convertirse en el gigantesco elefante blanco que hoy es y cuyo mantenimiento nos cuesta a los ciudadanos, según el Presupuesto General, G. 346.059.240.997, solo en servicios personales. Y eso que este no es un año electoral.

La mezcla entre operadores políticos de todo pelaje con estructuras jurídico-electorales nunca funcionó de manera óptima, pero al menos la parte jurisdiccional del sistema logró construirse una credibilidad que le permitió salir airoso en los siempre complicados compromisos electorales y muy especialmente el del 2009, cuando finalmente se logra la alternancia a los gobiernos colorados y esto es reconocido y ratificado por el TSJE.

Pero luego de 24 años de gigantismo, derroche e impunidad, el sistema está completamente colapsado. Ya nadie tolera el verdadero mercado humano en que se convirtió la parte operacional del TSJE, con todo tipo de distorsiones en contrataciones, gastos superfluos, abuso de salarios, viáticos y hasta monumentales gastos en alquileres, viajes, licitaciones, etc., menos aun desde que gracias al esfuerzo ciudadano y periodístico pudo conocerse el derroche de dinero público en salarios para todo tipo de parientes, amantes, amigos, vecinos, conocidos y cuanto personaje tuviera ascendencia sobre algún político de turno.

Y ya nadie tolera, además, el profundo desprestigio –y en consecuencia, la herida a la credibilidad– impuesto desde la mismísima titularidad de la institución, ejemplificado en los “ministros” Alberto Ramírez Zambonini y María Elena Wapenka y fuertemente respaldado por el colorado Jaime Bestard. Sobre Ramírez, sus defensores jamás negaron los niveles de astucia y falta de escrúpulos, pero señalaban –al igual que con el exministro colorado Juan Manuel Morales– que era un “mal necesario” para garantizar el equilibrio entre partidos.

Pero respecto a María Elena Wapenka, nadie explica cómo y por qué llegó donde llegó, quién la impulsó realmente (mucho se habla de sus vínculos tanto con Fernando Lugo como con Juan Afara) y, especialmente, por qué sigue allí.

En definitiva, el modelo colapsó, está perimido, se pudrió. Es hora de ir pensando cuál será el grado de certeza de las elecciones 2018 si no se impulsa una profunda reforma del sistema electoral paraguayo. Hay que desmontar al monstruo porque si no, terminará tragándose nuestra nunca bien apuntalada democracia.

ana.rivas@abc.com.py

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