Jugando con fuego

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Muchos olvidan o tal vez desconocen que la base del sostén popular de Adolf Hitler en Alemania radicó en su promesa de "devolver" sus "legítimas tierras" a los supuestos genuinos herederos de los antiguos pueblos germanos de la época medieval, versión nazi de los "pueblos originarios" de hoy en esta parte del mundo.   

Apoyado por masas eufóricas hasta la histeria por su reconocida elocuencia, Hitler llevó la retórica a la práctica, como lo están haciendo o intentando hacer ahora muchos de sus disimulados sucesores modernos.   

Ocupó militarmente los que él consideraba históricos territorios de asentamientos germánicos invadidos por "usurpadores extranjeros", equivalentes a los que aquí llaman "brasiguayos".   

Entre 1939 y 1941, solo del este de Polonia expulsó a 750.000 familias rurales y repartió sus tierras a los volksdeutshe con la conocida consigna de "volver a casa". Millones de judíos, rumanos, eslavos y otros "no alemanes" sufrieron el despojo, el confinamiento o directamente el exterminio en la propia Alemania, los Sudetes y todo el resto del ampliado Tercer Reich.   

Lo propio hizo Stalin en la misma época, con un discurso apenas diferente, en aras de la "gran república eslava". Entre ambos, dice el historiador inglés Tony Judt, desarraigaron, trasplantaron, expulsaron, deportaron y dispersaron a unos 30 millones de personas hasta antes del inicio de la retirada de los ejércitos del eje. (A propósito, humildemente recomiendo el libro  Postguerra, de Judt, disponible en librerías de Asunción, un estudio formidable de 1.200 páginas en el que reconocerán más de unas pocas interesantes analogías con nuestra realidad actual en este y varios otros aspectos.)

Más recientemente, la última crisis de los Balcanes, donde se acuñó la ignominiosa expresión "limpieza étnica", definida como el propósito de un grupo de lograr una homogeneidad étnica en un determinado territorio y de eliminar sistemáticamente de ese territorio a otro grupo por razones de su origen nacional, étnico o religioso, tuvo exactamente el mismo telón de fondo.   

Comunidades que convivían pacíficamente desde antaño en una misma zona geográfica se lanzaron salvajemente unas contra otras, azuzadas por políticos oportunistas que, al igual que los Hitler de antes y los Paková Ledesma y sus amigos de ahora, instaban a echar a los "extranjeros", apropiarse de sus bienes y "recuperar" el territorio para repoblarlo con sus "verdaderos dueños ancestrales". Solo en Bosnia hubo 250.000 muertos y dos millones y medio de refugiados que perdieron sus tierras y sus hogares.   

En África, todavía está fresco el horroroso recuerdo de la masacre de 1994 en Rwanda, en la que un millón de tutsis murieron de la manera más espeluznante en manos de enfurecidas hordas de la mayoría hutu.   

Ejemplos de la tremenda violencia que engendra la xenofobia y la evocación ultranacionalista al mito de la "pureza" étnica o nacional los hay a montones, en todas las épocas, en todos los continentes. Sería muy triste que no tomásemos nota de lecciones tan categóricas de la historia.   

Desde hace un tiempo, el Paraguay está caminando peligrosamente por la cornisa. Sectores claramente interesados en sacar rédito político y beneficios económicos cada vez más están consiguiendo introducir en el imaginario colectivo la idea de que colonos inmigrantes que viven, trabajan e invierten hace treinta, cuarenta y más años en el país, muchísimos de ellos ya nacidos aquí, son de alguna manera enemigos, saqueadores de las tierras y los recursos de los "auténticos paraguayos", como si tal cosa existiese.   

Alentar las pasiones más bajas del ser humano puede ser políticamente rentable en el corto plazo, es algo que bien saben los populistas autoritarios. Pero el conjunto de la sociedad tiene que estar muy alerta porque se está jugando con fuego. Cualquier chispa, un muerto, por ejemplo, puede encender la llama e incendiar el país.   
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