Otro informe demoledor

Hace unos días se dio a conocer en Londres el resultado de una investigación acerca de la participación inglesa en la invasión a Irak, en marzo de 2003, encabezada por Estados Unidos y apoyada también por España. El estudio ratificó lo que siempre se supo: la guerra se basó en la falsa afirmación de que Irak disponía de armas de destrucción masiva.

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Los técnicos de las Naciones Unidas, que hurgaron en todos los recovecos, habían asegurado hasta el cansancio, desde mucho antes de la guerra, que tales armas no existían. “¡Existen!”, vociferó el presidente George Bush al universo. Le creyeron –o hicieron como si le creyesen– los gobiernos de Inglaterra y de España. Se aliaron para derrocar a un dictador desalmado e instalar la democracia. Y con esta, el respeto a los derechos humanos, el desarrollo económico y social, la paz, la justicia y la prosperidad. Bagdad volvería a tener el mágico encanto de Las mil y una noches.

Desde entonces los iraquíes solo conocen el horror. No descansan un minuto de la pesadilla que les llevaron tres naciones “civilizadas”.

La guerra, que en sí misma es pavorosa, tiene otras consecuencias que la agravan, como la organización activa de grupos terroristas que se diseminan por el mundo. En la guerra los seres humanos regresan a la bestialidad. Se vuelven feroces. Ciudadanos de países admirables por la solidez de su cultura se mueven por un mero instinto animal. Y en nombre de esa cultura se van a la guerra para “civilizar” a otros pueblos. Los libros de Tucídides y de Herodoto, de hace 2.500 años, dan testimonio de que la antigüedad es siempre actual. El pasado es hoy. La crueldad es la misma en todos los momentos de la historia, salvo los instrumentos para ejercerla.

A favor de quienes vivieron los tiempos de la barbarie podríamos decir que carecían de legislaciones que regulen su comportamiento. No disponían de referencias éticas como las que hoy humanizan nuestros actos. O deberían humanizarlos. Hoy, aun en la salvajada de la guerra, hay convenios internacionales que obligan a las partes a someterse a una conducta indulgente. No es esta la que observaron las tropas invasoras en la castigada Irak.

Las fotografías que ruedan por el mundo muestran que no hay una guerra de la civilización contra la barbarie, como Bush ha querido hacernos creer. Los iraquíes, que tanto padecieron el despotismo despiadado de Hussein, hoy sufren las mismas o peores vejaciones por culpa de quienes fueron a “liberarlos”.

Como si fuera poco lo de Irak, la violencia se extiende por todo el mundo. Nadie está libre del miedo que causa el terrorismo. Después del 11 de setiembre de 2001 –el horror de las Torres Gemelas– la inseguridad mundial es hoy 10 veces mayor.

Me pregunto si habrá un solo ciudadano iraquí que pueda jurar, hoy, que con el tirano Sadam Hussein le ha ido peor. Me pregunto también si han de preferir la civilización de Bush a la barbarie de Hussein.

Para que el porvenir del mundo vaya a peor, el jueves se consagró como candidato republicano a Donald Trump, con grandes posibilidades de ser el próximo presidente de los Estados Unidos. De cumplir sus promesas racistas, entre otras calamidades que le entusiasman, volveremos a los tiempos, más nefastos aún, de George Bush con el aplauso de millones de estadounidenses que respaldan un proyecto de gobierno sencillamente bárbaro.

alcibiades@abc.com.py

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