¿Por qué?

Una madrugada de diciembre del 2002 en Encarnación –hace 13 años– se desmoronó mi fe. Una semana antes había dicho en mi programa de radio que ponía la mano en el fuego por un obispo de la iglesia Católica en Paraguay que ese mes fue denunciado por supuestos abusos cometidos contra adolescentes. El entonces jefe de interior de nuestro diario, Nelson Zapata, me desafió: “Vamos a Encarnación”. Si ellos se habían equivocado, rectificarían. De lo contrario, yo misma haría la investigación.

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Tras varios días en Encarnación grabando relatos, poniendo cáscaras de bananas a los protagonistas para probar la consistencia de sus relatos, exigiendo pruebas, recogiendo trajes, estampas, cartas, reconstruyendo historias, testigos, lugares, cámaras y hasta recorriendo la Terminal de Ómnibus por las noches, una madrugada mi fe se desmoronó. Los testimonios asqueaban, pero lo peor es que era un obispo con el que me había sentado varias noches de mi juventud a cenar.

Quienes leyeron diarios en el 2003 sabrán de quién hablo –y quienes googleen la historia también, así que esta vuelta me reservo el volver a pronunciar su nombre para evitar pesadillas por las que ya pasamos: Zapata y yo hemos cumplido como ciudadanos y periodistas durante casi un año de nuestras vidas entre el 2002 y el 2003. Fue denunciado ante la propia justicia y ante la Iglesia Católica, y en ninguno de los dos lados se hizo justicia. Los únicos que terminamos perseguidos fuimos mi compañero, un par de sacerdotes, un par de obispos y yo. A Zapata lo echaron de la Universidad Católica donde era uno de los mejores profesores, y a ambos nos vilipendiaron en varias homilías además de sufrir amenazas de persecuciones penales por parte de sus familiares. Durante todo ese 2003 y hasta un par de años después fuimos parias.

Cuatro obispos, varios sacerdotes y hasta un exrector de la Católica nos confirmaron que todas las historias eran ciertas. Que ya habían llegado los rumores a la Conferencia Episcopal (CEP), pero que nada se podía hacer. Hasta hoy día nunca revelé sus nombres, dos de los obispos ya están muertos y cuando se vaya el último de ellos –y si aún estoy viva– quebraré este silencio.

No volví a pisar la iglesia después de esta pesadilla excepto para bautismos, bodas, confirmaciones o funerales. Y aunque mucho intentaron convencerme de que la Iglesia y sus hombres no tenían la culpa, nunca logré distribuir racionalmente las culpas. Ni podía olvidar a los adolescentes, ni a los jóvenes ni a un niño que se atrevieron a desafiar sus miedos y denunciar ante la justicia. Mucho menos detalles escabrosos que nunca fueron publicados.

Desde que asumió el papa Francisco trajo mucha paz a esta parte de mi vida personal. Y todo iba bien hasta que la siesta del domingo entró un colega a reportar que un obispo que estaba almorzando con el papa Francisco, se había descompensado: el obispo –retirado hoy– resultó ser el mismo que habíamos denunciado.

Esperé una semana para quebrar el silencio y no aguarle a nadie la fiesta de su fe por mi falta de ella, pero necesito preguntar: ¿Habrá sabido el papa Francisco con quién se sentó a almorzar, o a algún picarón “se le olvidó” esta historia?

mabel@abc.com.py

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