Dos viajes de juventud

Manuel Rivarola Mernes. A contracorriente. Asunción, Aguilar, 2013. 170 pp.

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En diciembre de 1999, Manuel Rivarola encontró una serie de amarillentos artículos de su padre, muerto hacía más de un año, y un escrito firmado por un amigo de su padre, Víctor López Jara. Ambos hablaban –en sus respectivos textos– de un largo viaje que habían hecho con otros compañeros de juventud a golpe de remo, en 1942.

Manuel Rivarola decidió publicar estos testimonios que, los unos –los de su padre– por olvidados y el otro –el de López Jara– por inédito, habían llevado esa extrañamente larga vida secreta hasta su descubrimiento.

Algún tiempo después, les sumó una divertida comunicación personal en la que Gilberto Ferro revelaba el chiste y el desafío que desencadenaron aquella aventura. Y esos tres relatos; la crónica «En el Aniversario del Raid Asunción-Buenos Aires-Montevideo», publicada por entregas –en octubre y noviembre de 1943– en el diario La Tribuna de Asunción por José María Rivarola Matto –pues Rivarola Matto era el mencionado padre del autor de este libro, que en aquella aventura aparece como un joven remero antes de convertirse en uno de los nombres importantes de la literatura paraguaya del siglo XX–; el texto inédito de Víctor López Jara, y la transcripción del testimonio oral de Ferro –«El desafío de sir Eugen»– formaron la primera parte de un libro cuya segunda mitad decidió dedicar a otro viaje a remo.

Este otro viaje fue uno que veinte años después, en 1967, realizó un nuevo equipo del cual él mismo, Manuel Rivarola, como en el primer raid su padre, fue remero. Nuestro autor escribió, para ello, sus memorias de la expedición y casi todos sus compañeros de viaje colaboraron con las suyas. La segunda parte de este libro recoge todos estos textos.

De esta manera, entre todos los raidistas, los del 42 y los del 67, los presentes y los ausentes, de modo directo con sus escritos o de modo indirecto al aparecer evocados en los relatos de los otros, han forjado en este libro una celebración de la juventud como categoría que excede su sentido de mera etapa temporal de la vida para definirse como la fragua de las grandes empresas.

Ese es el encanto de A contracorriente, que, por lo que tiene de autobiográfico sin ser una autobiografía, es una construcción del pasado en el discurso y, obviamente, pone al lector –como siempre sucede en estos casos– ante el enigma de la relación entre la vida y la fábula, la historia y la ilusión. Todo lector sospecha que los autores empíricos no caben en la escritura, que esta, contra su abierto propósito, no hace sino representar su ausencia, que es la ausencia de lo real, en el lenguaje. ¿Hasta dónde llegan la fuerza proteica del lenguaje y la capacidad de la memoria de generar ficciones? No lo sabemos, y parte de nuestro modo de funcionar es ignorarlo. Además, de otro lado, ¿de dónde sino de eso que llamamos realidad surgen la memoria y los signos que la fijan? ¿Acaso no tiene todo, incluso los fantasmas y hasta los mismos sueños, una base en ese afuera de la mente que la palabra nunca dominará del todo?

En un libro como A contracorriente, que recoge diversos testimonios, en la memoria de lo compartido la realidad se edifica a varias voces y no es preciso conjurar lo parcial, lo plural, lo fragmentario del tiempo vivido con la supuesta unidad de la primera persona del singular de un solo narrador. Lo singular de esta memoria múltiple es para cada testigo el decirse con otros. En esta especie plural del acto autobiográfico, lo individual se recupera o se crea al escribirse retrospectivamente, pero a través de las fuentes de la memoria ajena tanto como de la propia: un pasado (byos) hecho signos (graphé) dibuja un sujeto (autos) y, ¡bingo!: auto-bio-grafía, solo que, en este caso, el sujeto tiene varias voces y es dicho, también, por más de una.

Pero ¿para qué recordar? ¿Y para escribir lo recordado? Tal vez, en el caso de un libro como este –y como otros semejantes–, construir o reconstruir el tiempo de lo vivido, en su totalidad o acotado en un hecho memorable, sea, si me permiten la figura, un raid que lo lleva al puerto que se aspira que sea su lugar, grande o pequeño, en el mundo común de una cultura. Y entre la vocación de pertenencia a una historia más vasta y lo singular de lo hecho solo por uno o por algunos, uno escribe de sí mismo y sin embargo escribe también de todos, en la medida en que espera que lo narrado pueda insertarse en la vida del lector como algo propio.

Las dos partes de este libro surcan islas, estancias, puertos, playas, pueblos y ciudades, estructuran el espacio con el curso del relato para darle la osamenta, la cohesión de un universo, que es el antiquísimo e inagotable universo de la aventura, que nunca nos fatiga ni se marchita. Y es como si este recorrido buscara oscuramente ver resuelto por fin lo discontinuo y heterogéneo de la vida individual en un solo y gran viaje con puerto de partida y de llegada, es decir, con un significado. Pues la memoria no busca solo el pasado, sino que, sobre todo, busca allí el sentido.

Y en esa búsqueda a veces el que evoca ve lo que no vio mientras estaba inmerso en los goces inmediatos y el esfuerzo diario, y ese recuerdo lo enfrenta con algo que excede el ámbito de su existencia privada y singular, algo que es parte del tiempo pero que parece sustraerse al tiempo, algo que fue fugaz pero que al volver a la mente cobra un carácter inesperado, y se comprenden entonces en su importancia y su peso verdaderos el placer, la fuerza, la alegría, el absurdo, la amistad, la locura, todo lo no sopesado y ahora suelto por fin y desabotonado del flujo incesante e indistinto de las cosas.

La idea de la muerte como lo que priva a todo de sentido pues no hay nada que no esté imbuido de la simiente de su destrucción y que no corra a un final universal surca toda la vida, y por ello vivir exige con frecuencia una ceguera deliberada ante la evidencia del curso de lo fatal y es en el fondo, así, un viaje a contracorriente. Como otros libros de memorias, este libro también está, por tal motivo, escrito remando contra la idea de que el hecho de la muerte le arrebata al vivir todo posible valor y todo significado.

Por otra parte, y no menos importante, este libro, como muchas historias de aventuras, es también una historia de amistad.

La amistad –y con perdón para quienes ya me han escuchado hacer su apología, pero nunca me parecerá que pueda repetir demasiado esto– no es un lujo, no es un accesorio, ni siquiera es realmente una elección. Esos otros que han sido o son nuestros amigos nos han ido, en cada amistad nueva, formando y dibujando, sumando un trazo más a lo que somos. La amistad es un ladrillo de roca basáltica, un elemento constituyente del propio interior en lo que este tiene de más fundamental e íntimo. La amistad conforma la mente, y, una vez que se ha hecho en ella su lugar, ya nunca lo abandona, porque toda nueva amistad crea nuevas personas, y no digo esto porque no hubiera nadie antes allí, sino porque ya estábamos, pero éramos, nosotros, los «nosotros» de antes de ese vínculo actual, los «nosotros» de los vínculos previos, los conformados por otros diferentes.

Los de antes, los de ahora y los futuros amigos nos hacen un lugar en sus historias. Si en los momentos vividos, que tejen la red del tiempo y de la vida de las culturas y de las sociedades, estamos también nosotros, nos parezca bien o malo y nos sea fácil o difícil, es solo porque ellos, los demás, de una u otra manera nos han puesto, nos han instituido en ese lugar único, que pasa a ser el nuestro por derecho.

Y es exactamente de este modo como se forjan y se construyen las personas, y es solo así como llegan a ser, como pasan o quedan.

Este libro reúne a todos los remeros de esas dos generaciones para celebrar dos osadas aventuras realizadas, la primera, hace setenta y uno, y la segunda, hace cuarenta y seis años, respectivamente. «Queremos –dice el autor en las páginas finales– imaginar un gran desfile para festejarlas». «Veo –prosigue– cómo navegamos delante de la bahía de Asunción, como en las fiestas de San Antonio o de la Virgen del Paso…»

«Queremos imaginarlo y cerramos los ojos para verlo. Ninguno falta a la cita. Ya vemos llegar a los diez remeros de la Facultad de Derecho, todos de pie en la falúa, saludando con los remos en alto...»

«Acompañándolos de cerca aparecemos los cinco remeros que fuimos a Concepción en el 67, con nuestras camisetas blancas y nuestros sombreros pirí… y una gran multitud que nos saluda alegre, desde sus playas, y agita en el aire sus pañuelos.»

Quiero citar aquí una vez más un fragmento de las últimas páginas de A contracorriente para dejar que sean esos remeros los que cierren también este pequeño artículo con sus fuertes y alegres vozarrones:

«—¡Que vivan los héroes del remo y de la guerra! —nos vitorean desde sus dos embarcaciones, como los vitorearon a ellos en Argentina, nuestros compañeros del 42.

«—¡Que vivan los campeones del valor y el entusiasmo! —los saludamos a ellos los del 67.»

A contracorriente, de Manuel Rivarola Mernes, acaba de ser editado y presentado en Asunción por Aguilar y ya está disponible en el showroom de Santillana, avenida Venezuela 276 entre Mariscal López y España, teléfono 213-294, y en las principales librerías del país.

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