El autosacrificio de Teresita Jariton

«El pensamiento literario se desgarra en su puja con las reivindicaciones de la memoria», escribe sobre la última novela de Teresita Jariton el narrador y ensayista Adolfo Colombres. Desde Buenos Aires, en exclusiva para los lectores del Suplemento Cultural.

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El mismo título de esta segunda y sorprendente novela de Teresita Jariton parece fundarse en un desdén por el arte literario. Si sugiriera con ello que este se trata de un mero juego de palabras estaría, sí, minimizándolo, pero al presentarla como una costura de palabras quiere acaso darle esa dignidad y paciencia con que las tejedoras de nuestros pueblos se pasan la vida concentradas en la compleja urdimbre de sus tejidos. Tejidos que nada tienen que ver con un juego de malabares, pues se sujetan a un método, por imperceptible que este sea para los neófitos. Pero en el caso de esta novela, el camino ancho y tradicional de las tejedoras desaparece, se dispersa en un dédalo de sendas poco holladas, e incluso vírgenes, que se entrecruzan y alternan, aceptando todos los desafíos en su afán de capturar lo poco que queda de real en lo que hoy llamamos «realidad».

Y siempre nos movemos en la órbita de una persona (la misma autora) que no se sale de sí, que se encierra en un círculo vertiginoso, aunque cambiando el tono y los recursos de estilo para evitar el tedio de lo rutinario. Tal fue acaso la mayor apuesta de una obra como esta, cuya ambición estética la lleva a llenar no una página en blanco, sino 500. Aunque se la puede leer como una especie de diario delirante, en el que los banales temas cotidianos se imbrican con un pensamiento profundo, en algo que por momentos se acerca a la escritura automática y los caligramas de los poetas surrealistas. En fin, una especie de Titanic condenado ab initio al naufragio, aunque al final la autora, con su pericia, logra esquivar el iceberg prometido, y dejar a sus exhaustos pasajeros en buen puerto.

Los complejos mecanismos narrativos de esta obra buscan premisas y conductos con miras a llegar a conclusiones convergentes y con alguna armonía, mas por lo general desembocan en situaciones tormentosas de las que la autora desea huir de inmediato, aunque no es fácil, pues en lo central del drama desemboca en una escena marcada por gestiones administrativas y contables. Para sortearlas, rebaja el texto a cuerpo 8 e incluso menos, hasta tornarlo ilegible, como una ingeniosa manera de desplazar esas interferencias de lo cotidiano, de las que nunca estamos libres, al plano inferior que les corresponde. Y dando luego un paso más radical nos presenta textos tachados, un recurso propio de las escrituras anteriores a las computadoras, pues hoy todo se suprime sin dejar huellas, para beneficio de los estafadores y asesinos.

Apela también a una corriente de conciencia (su propia conciencia), en la que la disminución de velocidad del discurso se marca dejando espacios blancos entre las palabras, tanto más largos como mayor sea el remanso. Ritmos que se apoyan en rimas y alteraciones, en las que las palabras verdaderas apelan a otras inventadas con tal mantener el efecto sonoro. Aparecen así felices neologismos, como inhumania; intertextualidades que se explicitan unas veces y otras no, pues importa la frase en sí, no su origen ilustrado. Sus extensos monólogos nos remiten en ocasiones al de Molly, en la clásica secuencia final del Ulises de Joyce.

Nos inmiscuimos así en un diario reescrito con el debido lenguaje literario y sobre un fondo que ribetea lo erudito (Bataille, Hegel), pero cuando creemos acercarnos al apacible país de la razón el desbordante río de las palabras vuelve a rugir, se abre para recibir la invasión de los cardúmenes verbales que lo pueblan, semejantes a pirañas que se lanzan contra los endebles artificios de la realidad. Pero llega el momento en que esas palabras, no siempre venturosas, costuradas de manera contingente, nos sorprenden con un rapto de coherencia, narrando fragmentos duros de una historia que nos conmueve, porque nada tiene de juego.

El pensamiento literario se desgarra en su puja con las reivindicaciones de la memoria, pues se advierte con desazón que no existe recurso alguno para interpretar, esclarecer o analizar lo que acontece: la realidad se impone como un hecho incontestable, sin que se precise nombrarla, y menos aún justificarla. Nos embarca así en fragmentos de un discurso amoroso atravesado por confrontaciones epistolares o de abruptos mensajes transmitidos por celulares que se empeñan en aclarar los malentendidos para llegar a un oasis de paz y felicidad. Lo que no es posible, desde ya, pues ambos polos de ese diálogo turbio, después de sembrar tantos vientos no pueden cosechar más que tempestades. Hay sin duda una gran capacidad de amar, aunque esta es superada por el desborde de las pasiones y el caos.

De esos senderos que se pierden en el bosque a los que antes nos referimos, solo unos pocos conducen a algún lado. Pero ocurre que el lugar al que se llega no es el buscado, y por añadidura, lo que ello sea o haya sido se evapora de pronto como un sueño, por lo que de nada sirvió alcanzar ese no lugar. Así Jariton trabaja sobre el caos de las formas, como un cazador que persigue a una presa con tanto ímpetu, que termina apresado en una maraña tan intrincada que le obliga a avanzar con dificultad. Planos sensuales de una escritura que bordea por momentos el erotismo, aunque lo elude cuando está cerca de sus frutos, para no caer en lo vulgar, en lo repetido, porque lo que importa es la fuerza del deseo, no su objeto. Entonces retrocede, se aleja del lenguaje literario y toma impulso en los eriales para acometer de nuevo, alcanzando en esta arremetida tan intensos como efímeros picos de belleza, pues no se tarda en regresar a lo trivial de la vida, arrastrado por ese río torrentoso de palabras desnudas, a las que no podemos descartar de entrada pues sabemos que la poesía vendrá pronto a su rescate.

Estamos, como se puede ver, ante una novela por demás extraña, sin comienzo ni final que puedan llamarse tales, y sin personajes caracterizados de manera definitiva. Y aún hay más: no debemos buscar en ella una trama, pues lo que hay son pensamientos y sentimientos cosidos, y cuando creemos que eso no va a ningún lado saltan las imágenes como liebres en un pajonal. Puede así el lector dejarse llevar por el vértigo de la corriente asido a un madero, o bien nadar hacia un remanso, el que puede estar más adelante o más atrás, porque allí la temporalidad no existe, como en el mito.

No obstante lo dicho hasta aquí, no se puede afirmar el definitivo triunfo del lenguaje, pues a menudo resulta mortificado, interpelado, arrojado contra las cuerdas por su incapacidad de expresar las vetas oscuras del alma, por más que para descifrarlas descienda a las profundidades abisales.

Tanto lo pretendidamente real se disputa el terreno narrativo con el imaginario, que a menudo no se sabe a ciencia cierta por dónde se transita, y máxime cuando la palabra-juego se cansa de sí misma y se convierte en fuego, dejando atrás las fantasías y los desbordes de subjetividad personal para atacar las formas de corrupción que pudren o enferman el tejido social. Llegan aquí como refuerzos el arte, la filosofía y la política, ayudando a la autora a potenciar su capacidad perceptiva y analítica, para mostrarnos así que no solo juega en el bosque cuando los lobos no miran, sino también cuando estos acuden en manadas. Su aguda sensibilidad desemboca entonces en un posicionamiento cultural y político correcto.

Pero Jariton no solo se mueve en la abundancia, orillando el barroquismo y el surrealismo, pues también apela al recurso del despojo, como quien arroja lastre al mar para evitar un naufragio. Desembarca así en las islas de las páginas en blanco, tan temidas por los escritores, pero no para llenarlas, sino para garrapatear con letra manuscrita unas pocas palabras, y luego terminar en otra, también manuscrita, cruzada por un «cial», resto mutilado de una palabra que se inicia en la página anterior.

Después de experimentarlo todo, la autora-personaje se pregunta con inquietud y temor qué va a pasar cuando se le acaben las palabras, lo que es comprensible después de tanto derroche expresivo y experimentaciones que el lector no habrá visto en otras novelas (a varias de ellas tal vez sí, pero otras no), y que lo dejan tan exhaustos como a su autora, que no tiene piedad consigo misma. «Te voy a decir tanto que te voy a decir todo», escribe Jariton. Y de verdad lo dice todo, agotando el lenguaje y poniendo en peligro a su propio ser, pues no es fácil bailar en el borde del abismo. «¿Estás ahí, Tere?», se pregunta hacia el final. Y la respuesta cierra el libro: «Estoy, estoy». Sí, en efecto está ahí, pero no entera, pues en estos autosacrificios siempre se deja la piel, e incluso partes de lo que está debajo de ella, como las vísceras y el corazón.

aarcolombres@gmail.com

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