Un futuro sin pasado

El lunes 15 de abril ardieron la catedral de Notre Dame, en París, y la mezquita de Al Aqsa, en Jerusalén. El fuego en Al Aqsa fue extinguido; el peligro, no.

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La mezquita de Al Aqsa es una alquibla: hacia ella se orientan los fieles al orar. También es un escenario de barbarie. En la Guerra de los Seis Días fue ocupada por los militares israelíes; sabedor de su importancia para el Islam, Moisés Dayan, ministro de defensa, ordenó que la abandonaran, que retiraran la bandera de Israel de ella y que devolvieran las llaves al muftí. Sus sucesores no han seguido ese ejemplo. En el 2000, Ariel Sharon, primer ministro, se abrió paso a la explanada de las Mezquitas escoltado por mil guardias armados, insulto que desató la intifada de Al Aqsa. En torno a la mezquita se han abierto yeshivas, y a diario los alumnos de estas escuelas religiosas judías acosan a los fieles. Desde octubre del 2014, las fuerzas israelíes empezaron a irrumpir en la mezquita, desalojando, con armas y gas lacrimógeno, a los musulmanes que oraban en su interior. Hace apenas un mes, en marzo pasado, Israel decidió arbitrariamente cerrar el lugar de oración Bab al-Rhama de la mezquita de Al Aqsa. Desde la década de 1960, el departamento de arqueología de Israel excava debajo de la mezquita en pos de alguna prueba de sus afirmaciones de que el Templo de Salomón estuvo allí. Solo han encontrado artesanías islámicas y romanas.

Contrasta con esta búsqueda de presencias históricas inexistentes la simultánea eliminación de patrimonio cultural auténtico. En Gaza en el 2014 más de mil años de historia fueron reducidos a escombros por los ataques de Israel en la llamada «Operación Marco Protector». Monumentos y edificios de tiempos de los primeros califas, del imperio otomano, del sultanato de los mamelucos quedaron destruidos: se privó al mundo de parte de su memoria, se privó de parte de su pasado al futuro.

Durante el reinado de Abd al-Malik, quinto califa de la dinastía de los Omeyas –el que hizo levantar también la Cúpula de la Roca y la mezquita de Omar–, comenzó la construcción de la mezquita de Al Aqsa. La conservaron los Abásidas, fue derribada más de una vez por terremotos, Abu Jaafar Al Mansur, Al-Mehdi, los Fatimidas la reconstruyeron, los cruzados la transformaron en iglesia, la recuperó Salah Al-Din Al-Ayubi –Saladino– en el año 583 de la Hégira. Con sus nueve entradas –siete al norte, una al oeste, una al este–, sus siete naves, sus tres arquerías occidentales y las tres orientales sobre columnas de mármol traídas de Italia para su restauración en la primera mitad del siglo XX, y con su cúpula semicircular sobre trompas que, en un extremo de la nave central, cubre el hermoso mihrab, da a la plaza del Haram al-Sharif, en la Jerusalén hoy dividida por el apartheid sionista. Cuando Gabriel llamó a la yegua Al-Buraq para que Mahoma la montara en su viaje nocturno, y antes de ascender al primer cielo y después al siguiente y al siguiente hasta llegar al séptimo y más alto, y antes de que Alá mostrara a su mensajero las terribles escenas del infierno, profeta y ángel asistieron a la oración en una lejana mezquita, y esa lejana mezquita era la mezquita de Al Aqsa.

juliansorel20@gmail.com

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