Una reflexión sobre "Los hombres de Celina" de Mario Halley Mora

Mario Halley Mora es autor teatral tan conocido que no necesita presentación. Es también poeta. Cuentista desde hace rato; ahora se inicia como novelista. Ya en sus cuentos primero, y luego en sus “Anticuentos” como en más de una de sus piezas teatrales, esta calificación plurivalente se hacía notoria, imprimiendo a los textos un aura poética, equivalente de la resonancia del toque de campana prolongándose en nuestras estancias interiores. Ahora, en su novela, el dramaturgo y el poeta insinúa su presencia como sujetos gemelos en la visión fáctica.

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Josefina Plá


"Los hombres de Celina”, premio “La República” en 1983, sería, en principio, la crónica de una maternidad sin parto y de un amor sin sexo. De una singular adopción que podría, sin embargo, resultar simbólica de la esencial actitud femenina ante el hombre, el “eterno hijo”; el que en una forma u otra regresa siempre al regazo femenino. (No en vano ha dotado Halley Mora a su Celina de atributos físicos que recuerdan vagamente los de las Diosas Madres).

Celina marcha, en ese empeñoso modelado que se ha propuesto, de Carlos Salcedo y, a su manera, hacia la completitud de una vocación materna que la vida truncó en sus arranques más legítimos y simples.

Pero la historia de Celina, ejemplo límite de vocación maternal, es, necesariamente, por contrapartida y a un tiempo, la historia del que, a través de Celina, mediante ella, realiza sus sueños ambiciosos. Sueños mal o nada definidos -aquí está su “pecado capital”- que adoptan del comienzo, la forma elemental de la fuga. Una fuga seguirá siendo la trayectoria ulterior de Salcedo. Fuga mimetizada, a lo largo del relato, por incidencias diversas; pero fuga. Fuga ante la responsabilidad. Fuga ante la gratitud. Fuga ante los valores.

La obsesión de Salcedo es sustraerse a un sistema de cosas en el cual no encaja. Espécimen subdesarrollado de los “rebeldes sin causa”, Freud lo rotularía seguramente de inmaduro; pero quizá quedase mejor decir: podrido antes de madurar. ¿No es el prototipo actual del humano, del individuo que cree y reclama que el mundo tiene una deuda con él, pero no reconoce, porque ni lo imagina siquiera, que también él tiene una deuda con el mundo...?

Salcedo, así, se siente urgido por un ansia de independencia, por el deseo de “ser él”. Ansia, deseo, urgencia, legítimos, y que son, en lo individual como en lo colectivo, fermento de toda construcción humana. Pero en Salcedo este propósito no va acompañado de las definidas íntimas directrices precisas para poder enderezar camino por sí mismo y menos aún sin míticos tropiezos. Como habla en primera persona, puede permitirse el lujo de pintarse a sí mismo con los colores que le placen, y así ofrecerse, a veces desnudo como una lombriz y a trechos, ribeteado de ingenuo; pero es evidente que se deja persuadir con mucha facilidad a lo que más le conviene. Consiente que la mantengan y le paguen estudios y ropas; Celina costea esos gastos con lo que le dan “sus hombres”. Nos sentimos inclinados a ver llana y sencillamente en él, a un “gigoló”. Pero peculiar “gigoló”, amparado por filial investidura. Investidura que no le cuesta llevar; ella condiciona una situación que le conviene. Y se desliza fácilmente por el tobogán de la mentada conveniencia fácil a una vida que podría calificarse a primera vista como vida de pícaro.

Este calificativo es, en efecto, el primero que surge en la punta de la lengua, al intentar el análisis a un somero del personaje. Sin embargo, el adjetivo se disloca, a breve andar reflexivo.

Pues el pícaro consagrado por los clásicos -y antes y después de ellos por las circunstancias, a lo largo de los tiempos- acepta, con independiente y conformista filosofía, el deterioro de las apariencias externas, las disminuciones sociales, la marginación, las carencias económicas, y los encontronazos personales (en esto se diferencia del bohemio, que hace de ello, y razones tiene, bandera). Mira hacia afuera sin amargura ni quejas nacidas del sentimiento de desmesura entre ambiciones y logros. El pícaro no desea “ser él”. “Es él”, sin propósitos ni presupuestos. Para el pícaro auténtico, las peripecias de su peripatética vida son la vida en sí misma. Picaresca y pícaro en suma, son “tal para cual”. No se contradicen, no son conflicto: toda peripecia es consecuencia de la misma profesión de libertad, explícita o no, del pícaro. Este acepta en todas sus dimensiones esta “vida al revés” que le interesa en sí misma como experiencia enriquecedora, no como ruta hacia logros calculados y concretos. La vida pícara es una aventura única: un hojear del libro “del mundo cabeza abajo”. El pícaro no tiene plan alguno en la vida, salvo el inmediato del cotidiano subsistir. Su ventaja ante el mundo radica precisamente en este desprendimiento.

No así para este antihéroe de Halley Mora. Carlos Salcedo se deja proteger, mantener, por Celina, para lograr su propósito de “triunfar en la vida”, y si en su relato en primera persona da a entender en tal cual momento que no está del todo conforme con ello, sus actos no ratifican sus palabras; siguen sospechosamente paralelos a su conveniencia. Podríamos hablar, en este caso, de dualidad, de bivalencias; del hombre contradictorio. Pero si el hombre contradictorio, como lo atestigua cruelmente la literatura moderna, lleva en sí el germen de toda humanidad -porque el hombre se construye a fuerza de contradicciones- es preciso para que en él la contradicción sea constructiva que en la lucha haya un ángel, y que el conflicto ofrezca una escala desafiando a la ascensión. El conflicto radica entre lo que el hombre quiere y lo que sabe; el resultado pues depende de cuál sea el plano en el cual operar su querer y saber. Aún el más analfabeto tiene noción de esa contradicción esencial que le acecha a cada paso, y trata de obviarla procurando presentar lo que quiere o hace bajo una faz benéfica. Los grandes destructores -leamos la historia- siempre presentaron como bueno lo que hacían. Es una concesión que el mal hace al bien; pero desgraciadamente el bien no vive de concesiones. Vive de sí mismo.

Pueden estas consideraciones parecer un poco marginales, o dilatadas. Pero la aparición en nuestra literatura, de la “novela de costumbres” moderna, y en ella del personaje contradictorio, es algo que en sí lleva a la reflexión. Y el final del relato y del personaje -su candidatura al desquicio mental- tiende a reforzar hipótesis o intuiciones.

Aún después de lo anotado, la palabra pícaro acude espontánea, al leer las confesiones del protagonista -o mejor coprotagonista- de la novela. Hay para ello una razón.

La crónica de estos años turbios del muchacho campesino
-bachiller de receta primero, después universitario; profesional tramposo luego, y más tarde hombre de negocios turbios- circula a lo ancho y largo de un paisaje rico en observaciones, anécdotas y sucedidos que se sienten auténticos; que se reconocen como parte del caudal de las colectivas experiencias cotidianas, directas o indirectas. (Como lo es en sí mismo este personaje inescrupuloso que sube los peldaños sociales y económicos a costa del sacrificio de una mujer: muchos han conocido por lo menos a un Carlos Salcedo en algún nivel, sendero o estancia de su existencia). Estos sucedidos y anécdotas, y hasta verdaderos casos, incorporados al argumento, y que se hacen sustancia del personaje, dan al relato chispa, interés y movimiento. Ahora bien, eso mismo da motivo al desfile de una numerosa fauna humana, todo un submundo con su inagotable poder de invención de inhumanidades, y a cuyos hechos presta relieve un estilo nervioso, exacto, que recuerda a menudo la súbita agresión de un honditazo; que maneja con igual desenvoltura el lenguaje figurado que denuncia el peor aspecto de la “figura”, o el esguince tierno, cubriendo una pequeña miseria. Ya en alguna ocasión, y hablando de la obra teatral de Mario, señalamos su destreza en la construcción del diálogo, corto, significativo, alumbrador de interioridades.

La historia sórdida de este “gigoló” filial se entreteje, siamesa intencionalmente inevitable, con la de Celina, ángel vuelto al revés, madre aureolada de equívocas aunque sinceras ofrendas de sí misma. Quizá valga la pena anotar que estos perfiles femeninos en los cuales la humanidad rescata su inocencia primera -la ignorancia paradisíaca- son una frecuente presencia, más o menos visible, en la obra dramática de Halley Mora. El germen de esta Celina se halla ya, aunque trasladado a otras esferas sociales o de acción, en “Interrogante”, donde la protagonista se prostituye para reunir fondos de caridad: trasunto profano de una María Egipcíaca (no se olvide que ésta es una santa oriental). La persecución de la pureza esencial tras la máscara pecadora; o por lo menos, la sugestión de la ignorancia inocente, es también elemento más o menos considerable o visible, en “El ultimo caudillo”, en “Magdalena Servín”, en “Un rostro para Ana”; y vagamente, visando a otro punto de la brújula, en “Pobre diabla”. Pero lo que en “Interrogante” o “Un rostro para Ana” se acerca a la tesis, o lo parece, acá se convierte en pilar de la acción. Los hechos no los impone desde afuera una tesis; los traen -o extraen- los personajes desde adentro.

Tanto en Celina como en Carlos Salcedo vemos pues -con derrotero distinto, sí-, invertidos o devaluados, los valores o principios morales; los que considerábamos valederos no aparecen valiosos, y se los trastroca, tranquilamente, con resultado aparentemente positivo. Pues lo que constituye el rescate de Celina es la condena de Salcedo; y la conclusión sería: hay conflictos contraproducentes. Pero ambas líneas de conducta coinciden en una misma conclusión, para quien las observa y busca su razón o su ley: Lo único válido es el hombre vivo. El sobreviviente. Sobrevivir: that is the question. Así es como -redondeando el pensamiento más arriba insinuado respecto a pícaros y picardía- podría decirse que si el personaje escapa en sí mismo a la definición de pícaro, el mundo en que vive es, éste sí, un mundo de picaresca.

Polivalente y a la vez simple, se nos muestra, pues, el héroe de esta novela, Carlos Salcedo. Un sobreviviente enfrentado sórdidamente a competencia con un mundo no mantenido dentro de las fronteras de un estatuto moral preciso; un mundo donde el poder y el dinero no son para el hombre; sino el hombre para el poder y el dinero. Donde los muertos siguen rindiendo tributo a los vivos en un inverso vampirismo. Donde el sexo, envilecido, se rescata paradójicamente en la flor de un sueño maternal.

En resumen, volviendo al principio de estas reflexiones (parte sólo de las muchas a que se presta esta obra de Halley Mora) podían verse en este relato dos planos de acción, paralelos, y en ellos sendos protagonistas cada uno de los cuales da de por sí el significado y valor a la obra.

Uno, la mujer que dedica su vida al hombre, cifrado en el hijo “el hombre cuya ingratitud la hiere menos que la del hombre a secas” el hombre que edifica su vida sobre la inmolación materna (el Paraguay, no se olvide, es una nación edificada en más de una etapa, sobre el sacrificio multivalente de sus mujeres).

Otro, el individuo representativo de un instante socio-económico-cultural, que fragua su paso de un estrato social a otro movido por un ansia indeterminada de poder, cuyo último denominador es el dinero; y que no vacilará en echar mano de todos los recursos a su alcance con tal de llegar. Cuando llegue, no debe extrañar que se le escape el dinero de entre las manos y con él el poder, ya que éste no reconoce en el hombre otro cimiento ni derecho. Lo que sólo se apoyó en el dinero, con el dinero se desvanece. (Y la paranoia al principio ya mencionada, en que cae el individuo, ¿no es así mismo simbólica? El lector no puede evitar pensarlo).

Me he referido antes a la condición de dramaturgo del autor. En efecto, los diálogos del Yo desdoblado que se intercalan, en la narración, integrados en ella, aunque no son recurso inédito en narrativa, acá sugieren una obra de teatro que pudo ser y que pugna subconscientemente por hallar su forma a través de esa narración, como los rasgos de una estatua que asoma aquí y allá en el bloque que la contiene.

La crítica de una situación grotesca -grotesco es la mezcla de lo ridículo y lo horrendo- su descripción de contradictorias actitudes o actos humanos, configurando una situación en momento vital -y dentro de ella caracteres agentes y pacientes de esa situación- es impiadosa, cruel, y no obstante innegablemente certera y justa. Da en un blanco que todos identificamos porque se instala en un campo de experiencias colectivas cuya reincidencia reclama, en ocasiones, ubicación folklórica. Hay por otra parte páginas como la de los animales llevados al matadero, en las cuales el poeta que infundió atmósfera al cuento “Perrito” se revela en toda su potencia emotiva. Mario Halley Mora sigue en su novela, como en sus cuentos y en tantas piezas suyas, construyendo en sus criaturas un mundo a la par cruel y piadoso; amable y sarcástico, bondadoso y amargo.

Que “Los hombres de Celina” ofrece al lector interés poco corriente en nuestra narrativa intrafronteras, lo prueban sus dos ediciones ya agotadas, que han impuesto automáticamente esta tercera edición: reincidencia infrecuente hasta ahora en nuestra literatura, a no ser en obras de historia. Felicidades, Mario; y perdonando, antes que nada lo descosido de estas líneas -principio de reflexión sobre el porvenir necesario y quizá posible de una novelística desnudadora de los problemas materiales, y mejor aún de los espirituales, comentados y criticados tan a menudo pero rara vez sacados a la luz enjuiciadora- recuerde que el éxito de esta novela le impone el deber para consigo mismo y público lector de continuar esta obra de buceo en el terreno -hasta ahora escasamente transitado con autenticidad en lo narrativo- de los hechos comunes, que por serlo pasan inadvertidos o simplemente disimulan su tremendo dramatismo bajo la máscara de su misma familiaridad cotidiana; y están esperando al observador que los ponga en evidencia; que trace los contornos de las vidas llamadas vulgares. De la gente y el hombre corrientes. Que son los que hacen la intrahistoria. Los que en los libros llamados serios apenas aparecen, o no aparecen en absoluto; pero que en el por demás serio terreno de la literatura -veredicto y profecía- hacen donde quiera la comedia humana.


Asunción, julio de 1984.
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