Madrugada de domingo. La música que sonó durante toda la noche anterior, se va apagando con las primeras luces del sol. Suele ser el festejo de un cumpleaños o una boda alojada en el palacete y amplio jardín de su vecino, cerca de su casa, pero lejos –en prosperidad y estilo– del laberíntico refugio que usted fue armando a golpes de préstamos y retazos de aguinaldos. Allí donde sobrevive con toda su parentela, incluyendo hijos y nietos. “…Para que estemos todos juntos”, justificó …¡maldita sea la hora! Es posible también que el estrépito que lo mantuvo con un ojo abierto y el otro sobre la vieja escopeta de sus esporádicas aventuras de caza, se debiera a lo de tantas otras veces: una parranda del colegio de por ahí cerca, la de alguna comisión vecinal o del club de barrio ¡vaya uno a saber! ... las que suelen gozar de las compasivas miradas de la Municipalidad y de la Comisaría cercana. Lo cierto es que el “acontecimiento social” que arruinó su noche de descanso fue muriendo finalmente como a las seis de la mañana del domingo. A esa hora, el music maker (el folklórico disyókey está en desuso) desconectó por fin esa especie de tam tam que se pretende música pero que tal vez sea la única adecuada para combinarla con versos como: “…muévete, muévete que te la pongo”. O con otros aires más nerudianos, como el que –hasta hace un rato nomás– nos jadeaba una voz de sexo impreciso: “…a ella le gusta la cachiporra/ a ella le gusta la cachiporra/ siempre pide que le den por la cola/ siempre pide que le den por la cola”.