De novela (IV)

En los inicios de los años ‘60 del siglo pasado, una novedad periodística agitó la tediosa vida asuncena. Hacía apenas un año que la opinión pública había sufrido un terremoto noticioso: La muerte del popular locutor Bernardo Aranda, hallado en su pieza totalmente calcinado. La víctima de tan atroz muerte pronto pasó a segundo plano. Ocuparon su lugar en la curiosidad pública los 108 detenidos por la Policía “en averiguación de los hechos”. Se creía que se trataba de un enredo entre homosexuales. 

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Apenas acabado el eco del alboroto que originó la muerte del locutor, sucedió otro acontecimiento del gusto ciudadano. 

Una mañana, Ubaldo Centurión Morínigo, periodista del diario “La Tarde”, llega con esta noticia: una payesera de su barrio, Pinozá, asustaba a sus vecinos de una manera nunca vista ni escuchada antes: Hacía llover piedras sobre las casas a cuyos moradores odiaba por algún motivo. Y el motivo era -se supo después- que decían de ella que era una payesera falsa, sin los poderes que se atribuía a sí misma, que cobraba un montón de dinero para separar o unir parejas, encontrar personas u objetos perdidos, indicar dónde había tesoro enterrado, en fin, asuntos propios de las payeserías. 

Como encargado de Policiales, me encomendaron averiguar el caso. No le pude convencer a Ubaldo de que él hiciera el trabajo: el tema era suyo y además vivía a pocas cuadras del escenario del singular suceso. No tuve más remedio que correr el riesgo de que algunas piedras se cayesen sobre mi cabeza. Me acompañó de malas ganas Alfredo Lacasa, el fotógrafo, que además usaba el único medio de transporte de la empresa: una moto -motita- Honda 50. Si las cosas empeoraban podíamos salir a la disparada. 

Al saber los vecinos que éramos periodistas, nos rodearon con sus versiones, que nos parecían truculentas en exceso. Nos enseñaron las piedras y los cascotes desparramados en los corredores. Por fin nos dieron un poco de respiro para averiguar el nombre de la tal bruja: Petrona Payaguá, que vivía como a cuatro cuadras de donde estábamos. A nuestra observación de que nunca nadie podría disparar tan lejos, nos respondió un coro de voces: Es su poder, su poder destructivo, su poder diabólico. 

Mientras tomábamos nota, nos asustó un grito desgarrador de una mujer que salió corriendo de su casa hacia nosotros. Despavorida contó que sus sillas salieron solas del comedor. Enseguida, otro señor en calzoncillos denunció que su colchón se le enrolló por el cuerpo y apenas pudo salir de su pieza. “¡Mi sábana!”, gritó una anciana por ahí cerca. En realidad, quiso gritar, pero apenas le salía voz. Con gestos desesperados quería mostrar algo. Supusimos que el destino de la sábana, que pudiera haber volado hasta desaparecer de su vista. 

Con estas y otras novedades regresamos al diario. En la administración había mucha esperanza de que el tema levantara el tiraje, de apenas 4 o 5 mil ejemplares. Y así fue. El día de la publicación ya subió el 50% hasta llegar, en menos de una semana, a la fantástica cifra de 20 mil ejemplares. La impresora nunca pasó por tales apuros. Cada momento paraba envuelta en humo e insoportables estruendos. Normalmente el diario salía entre las 16 y las 17 h., pero el caso de Petrona Payaguá extendió la hora: hasta las 22 y las 23. Había mucha curiosidad por los acontecimientos en Pinozá, pero el tema y yo pronto nos agotamos. Recibía mucha presión del diario para que el caso continuara atrapando el interés de los lectores, pero yo no tenía nada nuevo que ofrecer. Las denuncias, al cabo de 25 días, eran reiterativas hasta el cansancio. 

Se me ocurrió, como último recurso, conversar con Petrona Payaguá para que introdujese alguna novedad en su encantamiento. Las piedras, los colchones, las sillas, las sábanas ya estaban aburriendo. Le quería solicitar otras demostraciones, pero nunca me recibió. Cuando lo hizo, fue en el asilo “San Francisco de Asís”, una dependencia policial en Capiatá. Los vecinos consiguieron que se la apresara. 

Conversé largamente con Petrona Payaguá. La encontré sentada en el patio, desparramada sobre una silla. Era una morena inmensa de unos 60 años. Mi primera sorpresa fue que hablara no sólo en correcto español, sino de algunas ideas sobrias y reflexivas. Me agradeció que fuera a verla porque me necesitaba para decir a la opinión pública su injusta detención. Enseguida me contó que había muerto hacía 25 años y Dios la hizo resucitar para hacer el bien en la tierra. Algunos años después supe que volvió a morir. Esta vez, al parecer, de manera definitiva. 

Nuestra larga conversación es tema para otra nota.

alcibiades@abc.com.py

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