El paraguas robado

El otro día me olvidé un paraguas –lindo por cierto, verde oscuro con diseños pequeños, por si lo ven– en un conocido centro comercial. Mis amigos hicieron chistes al respecto, ofreciéndome otros paraguas. Pero, fuera del momento gracioso, el hecho trabajó en mí el valor de la honestidad. Ocurrió así: Después de olvidarme el paraguas en el mostrador de una de las cajas registradoras (lo bajé para pagar), volver a casa y percatarme del descuido, regresé telefónicamente para preguntar si alguien lo había depositado en el sector “objetos perdidos”, que toda empresa debe tener. La mujer que me atendió, quien se identificó como jefa de atención al cliente, atinó a decirme que nadie había entregado nada. Paciente, sembré en ella la idea de que me permitiera volver a llamar al día siguiente, y en ese lapso ella preguntara a la cajera que me atendió sobre el adminículo en cuestión. Volví a llamar puntualmente, contestándome la jefa de atención al cliente que la cajera tampoco sabía al respecto. Utilizando mis dotes improvisadas de coach, le obsequié un speech sobre la responsabilidad que tienen las empresas que aglutinan clientes. Le dije que tienen que tener un contacto constante con las personas; porque somos personas, no billeteras, y no estaría mal tener un micrófono abierto recordando cada tanto que si alguien encuentra algo, pueda acercarlo a un mostrador para el efecto. O el uso de carteles que, aunque parezca inútil, es una táctica para repetir y grabar en la mente de la gente la virtud de devolver lo ajeno. Esto no fue ninguna “suerte” de alguien, sino hurto. Las empresas, que por cierto van copando el país, tienen en su responsabilidad social la obligación de instruir al personal y la clientela, de acuerdo a sus posibilidades, en valores cotidianos de relacionamiento.

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Cuentan los abuelos que “desde niños nos enseñaban a ser honestos, y guay si llegabas a casa con algo que no era tuyo”. Las ciudades terminaron amotinando, descomponiendo, despersonalizando, contrariamente al proyecto inicial de juntarnos para protegernos, desarrollar una vida más fácil y segura. Tenemos en mi simple caso una apropiación indebida que “nadie” vio. “Pasa en todos lados, a mí me pasó en la peluquería de un club de alta sociedad, nadie vio lo que me olvidé ahí…”, contaba una amiga. Esto inevitablemente me lleva a pensar en las asiduas quejas que se emiten sobre los robos de la élite política y económica. ¿Con qué cara exigimos si no cultivamos la honestidad desde el gesto más pequeño? Los gobiernos e instituciones deben ser honestos porque nosotros lo somos, esa es la fuerza de control y contralor.

Solucionando mi propio olvido del paraguas, encargué un portaparaguas diseñado por mí. “Sí, ya entendí, igualito al portaflechas que tenía Robin Hood”, me dijo el artesano, recordando al inmortal héroe literario por la justicia social. Qué repetida pero nunca aprendida moraleja sacamos de extraviar cosas (paraguas, celulares, bolsos, plata...) en esta vida de ajetreo y distracción.

Decir la verdad, ser decente, justo y honrado eso es honestidad; una inversión para sanar otros males. Se es honesto, decía Goethe, también cuando nadie nos ve.

lperalta@abc.com.py

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