Bolsonaro, nuestro subconsciente

Se habla con alarma en todo el tercer planeta del recién electo presidente brasileño, Jair Bolsonaro, como de una «amenaza para la democracia». Bolsonaro no es una amenaza para la democracia. Ojalá lo fuera.

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Ojalá lo fuera, pues al hablar con tanta alarma olvidamos que la palabra «democracia» designa una pantomima. Que si se define la «democracia» actualmente como un conjunto de mecanismos formales (urnas, elecciones, partidos, etcétera) es porque de esa manera las condiciones materiales que le impiden realizarse como tal en los hechos quedan fuera de la ecuación. Que esos mecanismos formales ayudan a mantener en funcionamiento lo que, «más que un mero modelo económico –propongo este eslogan para el capitalismo–, es toda una forma de vida». Que cualquier gobierno que afectara ese modelo comprometería las propias bases materiales del Estado y se iría a pique. Que en nuestra «escena política», para emplear teatralmente esa expresión de Marx, la democracia traduce relaciones de poder que impiden, por paradoja, que exista democracia. Que si las exigencias de tal poder no fueran atendidas, entonces y solo entonces este sistema bifronte, con su modelo económico capitalista y su modelo político de democracia formal, se vería amenazado.

Esa sí sería una amenaza para la democracia tal como la conocemos. Amenaza tan improbable como urgente. Bolsonaro no es una amenaza para la democracia porque no es una amenaza para el capitalismo. Es su subconsciente, esa parte siniestra de nuestro mundo cuya eclosión pesadillesca nos aterra porque durante el día elegimos no verla y logramos olvidarla. Bolsonaro no representa un cambio en lo que existe sino su extremo y su desnudez, la del rostro del poder que arroja la careta democrática.

Lula pudo llegar al gobierno representando al Partido de los Trabajadores (PT). Pero nadie puede, en rigor, gobernar para las clases trabajadoras. A lo sumo, humanizar las condiciones de vida sin alterar las estructuras de una desigualdad cuya negación es parte de la farsa democrática. No pienso negar ni desdeñar los logros alcanzados en este y otros casos –para la experiencia concreta de las personas, hay gobiernos mejores y peores, y esa experiencia no merece desdén– en la historia moderna dentro del orden formalmente democrático, pero tampoco pienso olvidar los límites de ese orden.

Que perdemos de vista, sin embargo, constantemente, en el caso de Bolsonaro y en varios otros parangonables. Preferimos creer que son excepción monstruosa, no regla entre las otras del orden que aceptamos y que, mientras nos asusta con el terror al fracaso y la exclusión, nos seduce con la oferta de la inclusión en un soñado lugar a nuestro alcance. No ya –no en la mayoría de los casos– con la cioranesca tentación de existir, sino apenas con la de subsistir.

Olvidamos muchas cosas al espantarnos ante Bolsonaro y su victoria. No solo que la «democracia» que supuestamente amenaza no es tal. También que la «corrupción» que promete erradicar no es erradicable. Aunque se la presente como tal, sistemáticamente desfigurada por un orden que se quiere ajeno a lo que designa con esa palabra. Palabra cuyo espectro permitió que la destitución de Rousseff dejara fuera del gobierno al PT y que una sentencia rayana en lo ilegal dejara fuera del reciente juego electoral a Lula. Dicho sea de paso: si Lula no revolucionó nada, sí limó las aristas más cortantes de los antagonismos sociales y, antiguo obrero metalúrgico y dirigente sindical, representó la llegada de esos sectores a la cima del gobierno. Cruda redefinición de los actores políticos «legítimos» e «ilegítimos» y rencorosa expulsión simbólica de los intrusos que se habían colado en esa zona vip de las clases dominantes, en su condena late un inconfesable sentido punitivo.

El proyecto petolulista –en palabras de Fernando Henrique Cardoso– de lograr más equidad en la distribución económica y empezar a reparar (que no a saldar) viejas deudas sociales y raciales quedó enterrado bajo el escándalo por la corrupción de los gobiernos del PT. Esto seguramente refleja un alejamiento de ese Partido de los sectores sociales que le dieron votos y origen. Pero la democracia, tal como aquí la planteo, difícilmente pueda dar espacio efectivo a esos sectores, a menos que empujemos sus instituciones hasta el filo mismo de lo institucional, sus leyes hasta el filo mismo de lo legal, su «orden» hasta el filo mismo del «caos» para revolucionarla sin destruirla y expandir sus límites sin –cuando menos, en principio– romperlos.

No fue eso lo que se intentó cuando Lula, presidente, dio a los ricos una política económica sin subidas de impuestos ni confiscación de bienes, y a los pobres una expansión en gastos sociales y un aumento del salario mínimo en términos reales. Con el apoyo de varios partidos conservadores. Logrado al precio usual en el orden democrático: repartir beneficios contantes y sonantes entre los aliados –o, si se prefiere la fórmula elegante, «construir gobernabilidad»–. En el Gobierno, el PT no buscó alternativas al modelo económico imperante. En todo caso, le dio «rostro humano» con programas sociales que poco lo afectaron en su política fiscal. Esta inversión social fue manejada con soltura hasta que la crisis financiera global y la caída libre de los precios de las exportaciones primarias trajeron la recesión y el maquillaje se derritió en un rostro nunca en el fondo demasiado humano –destituida Rousseff, llegó la reducción drástica en el gasto primario–. En tanto imposición del interés privado sobre la res publica, la corrupción integra ese modelo económico, que la democracia no deslegitima. La violenta expropiación de bienes comunales y la apropiación de riquezas públicas no son anomalías del capitalismo: son –desde la Urspüngliche Akkumulation, la acumulación original– sus raíces.

Las lecturas predominantes de las recientes elecciones presidenciales brasileñas atribuyen el triunfo de Bolsonaro a alguna forma de mistificación o engaño. Sea manipulación de miedos de las masas o apelación sedicente a sus bajas pasiones, sean fake news viralizadas, sea ocultamiento o disfraz de su verdadera naturaleza o intenciones. La razón, sin embargo, es exactamente la contraria. Bolsonaro no duda en presentarse a sí mismo como el ecocida que acabará con las leyes que frenan la deforestación, en decir que la policía «tendría que matar más», en deplorar que «indios hediondos» posean territorios, en anunciar que no habrá «ni un centímetro» de tierra para indígenas y quilombolas, en llamar a los inmigrantes «escoria», en declarar que prefiere un hijo muerto a uno homosexual y en gritarle a una diputada que no la viola «por fea».

Si algo no hace Bolsonaro es mentir. Si a algo debe su auge es a que no miente. Es debido a que no esconde ni maquilla su propia naturaleza que revela la del sistema que encarna: la verdad de Bolsonaro es la del capitalismo. Emerge con fuerza brutal desde el subconsciente del sistema que la demagogia moralista del superyó democrático suele reprimir. Desenmascara lo que defiende. Delata lo que todos –negros, indios, homosexuales, etcétera– somos en tal sistema: proliferación polimorfa uniformable en el común denominador inerte del dinero, que vive de la muerte. Una verdad amarga que la corrección política de acomodados de todo signo edulcora. No solo acomodados de «derechas». En la democracia sobra lugar para un establishment de «izquierdas», con puestos, carreras, premios; en suma, privilegios (lo que facilita, por cierto, que tanto ultraderechista se pretenda «antisistema»). Una verdad oscura que las reformas sociales atenúan y que discursos francos y desatados como el de Bolsonaro confiesan.

Si ante Bolsonaro saltan las alarmas, no es por sus amenazas. Nacionalismo, destrucción de la Amazonia, violencia estructural, racismo, misoginia, xenofobia, ya existen. Como los bombardeos de Estados Unidos ya existían antes de Trump. Si saltan las alarmas es porque Bolsonaro hace programa de gobierno obsceno, explícito, de aquello que elegimos no ver y cada día logramos olvidar. Elegimos olvidar que, si el motor del capitalismo es la generación de beneficios para los propietarios, consideraciones de otra índole –morales, por ejemplo– están fuera de sus términos. Y logramos olvidarlo porque las relaciones que entablamos con el mundo y con nosotros mismos en semejante contexto son también de muy corto horizonte: quiero, compro, tiro, busco otro.

En un pasaje del libro más famoso de Saint-Exupéry, el Principito les dice a las rosas: «Son ustedes muy bellas, pero no son como mi rosa. Porque a ella la regué, la cubrí del viento, la limpié de orugas. A ella la escuché. Porque ella era mi rosa». Esto contradice la poderosa ilusión del mercado, que tira las rosas muertas y las cambia por rosas frescas, que no deja vacíos en sus vitrinas, que nos ayuda a olvidar que nunca habrá otra rosa. Ni otros bosques, ni otros animales, ni otras personas. Que no habrá otra Tierra, ni otra historia. Que son nuestra rosa, nuestra Tierra, nuestra historia. Que los demás son los nuestros. Y que «uno es responsable por su rosa». Lo olvidamos y seguimos, cobardes y frenéticos, el camino trazado. Esta es la verdad macabra que las desembozadas palabras de Bolsonaro declaran y que con furia física y aun con asesinatos (como, en octubre, el del maestro de capoeira Moa del Katendê), parte de sus seguidores ejecuta, esta es la verdad siniestra que en secreto rige el mundo.

montserrat.alvarez@abc.com.py

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