El aniversario de Armonía Somers

Este miércoles, el día en que la escritora uruguaya Armonía Somers hubiera cumplido ciento un años de edad, Claudia Pistilli la saludó con este artículo que ha atravesado, ágil y discretamente, los restos de la semana para, intacto en su interés, llegar hoy a los lectores

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El miércoles 7 de octubre del año 1914, en Pando, Uruguay, nacía Armonía Liropeya Etchepare Locino. Esta fecha es la más aceptada, pues la señora Liropeya quiso que a su vida la rodeara cierto misterio contribuyendo ella misma a la difusión de fechas ambiguas al inicio de su carrera como escritora. Sus padres fueron Pedro Etchepare, comerciante anarquista, y María Judith Locino, mujer muy católica. En la biblioteca de su padre se nutriría de las obras de autores como Piotr Kropotkin, Charles Darwin y Dante Alighieri.

Fue maestra de Enseñanza Primaria, escribió libros de Pedagogía, fue directora del Museo Pedagógico y del Centro de Documentación y Divulgación del Consejo de Enseñanza Primaria. Entre estas actividades cotidianas y académicas debía nacer la otra para que pudiera escribir preservando su identidad: Armonía Somers. Ella necesitaba ser esa otra, necesitaba partirse en dos para dar rienda suelta a su imaginación con la libertad que le brindaba esa otra identidad. «No quisiera tener ni siquiera cuerpo ubicuo. Y menos aún, biografía lineal», llegó a decir.

En la tranquila comunidad uruguaya de Montevideo, en 1950 aparecía su primera y «escandalosa» novela erótica: La mujer desnuda, dedicada a su marido, Rodolfo A. Henestrosa. Muchos pensaron que había sido escrita por un hombre, o por un grupo de escritores vanguardistas, y desde entonces en la crítica su literatura no se separa de las controversias.

Somers fue etiquetada no pocas veces como «rara», quizás por no poder encontrarle un lugar entre escritores de su tiempo, pues no podría ser considerada como parte de los grupos a los que por cronología debería pertenecer, como la Generación del 45, o simplemente porque su forma particular de describir las cosas resultaba demasiado extraña. Ella iba por su cuenta, no se trataba de una literatura en simple oposición al estilo literario de la época sino que, como diría Ángel Rama, quien la incluyó en su antología Aquí, Cien años de raros, se trataba de una literatura imaginativa. Rama también fue uno de los primeros en relacionar la literatura de Somers con la de Lautréamont, quizás por esa inclinación de la autora, también, hacia el horror, o por la extrañeza que producían en una época que no llegaba a comprenderlos. Somers no pretendía ser parte de movimiento alguno. Su literatura era subversiva, intertextual, fragmentada a veces, innovadora, una telaraña única que conectaba todas esas diferentes voces que, sin duda, necesitan una lectura atenta.

En 1956 habilita Somersville, su alejada casa en Pinamar, donde escribiría la mayor parte de sus obras, intercalando con su vida citadina en Montevideo, hasta el día de su muerte. Vivió en el Palacio Salvo, piso 16. Cuentan que bajaba, si era viernes, a tomar sola un café en el famoso café Sorocabana del emblemático edificio, hojeando el semanario La Marcha.

Rehuía a los fotógrafos, y recién ya muy madura, al parecer, permitió que le tomasen fotografías.

En los años setenta, su obra empezó a salir de las fronteras uruguayas y fue traducida al francés, al inglés y al alemán.

El escritor y periodista argentino Elvio Gandolfo dice de su obra: «Más que en cualquier otro caso, a la literatura de Armonía Somers, sin que las niegue, le resbalan las explicaciones, la atadura del “lenguaje” (...) apenas quiere instalar, nada menos, el modo de contar una historia como nadie lo ha hecho antes».

El también escritor y periodista argentino Ariel Dilon se pregunta: «¿Cómo pudo quedar inadvertida u olvidada esta obra incomparable? El canon rioplatense debería reescribirse a partir de Armonía Somers, o mejor, simplemente, arder en su incomparable luz».

Ella misma admitía que su literatura podría juzgarse a veces como poco iluminada, y, para algunos, de difícil acceso. Por eso fue tantas veces criticada por «oscura»; ella fue siempre la escritora rara de la escritura «macabra», «repugnante» y «mal escrita». Lo cierto es que se animó a tocar temas que en la época no eran muy aceptados, como el sexo, la violencia, la angustia, la muerte y la locura, con una sensibilidad y una poesía en contraste con cualquier corriente. ¿Para quién escribía Somers? No voy a decir que lo hacía solo para sí misma. Porque, sin duda, escribía para alguien, para alguien que quisiera sorprenderse, emocionarse, arriesgarse, entregarse por completo, reconocerse, admirarse con la belleza que puede tener incluso lo más tenebroso, y tuvo el acierto de hacerlo como quería hacerlo, con tanta frescura que pareciera que sus obras hubieran sido escritas hoy, para hoy, adelantándose a su tiempo.

Ella misma fue aquella Rebeca Linke de La mujer desnuda, que se decapita para luego recoger su cabeza del suelo, colocársela de nuevo y seguir andando.

Fue también esa Laura Kadisja Hassan de Viaje al corazón del día que al inicio nos advierte: «...hice entrar por vereda al esplendente caos. En el nombre de Alá, el piadoso, el apiadable, yo os conduzco por un sueño de horror». Esta novela fue la última. Simultáneamente publicaban otra, la más extensa y personal: Solo los elefantes encuentran mandrágora (1986), que empezó a escribir a finales de 1969, ya aquejada de quilotórax. Dejó esa «caja negra» o testamento para preservar su memoria y soportar esa desconocida y muy larga agonía. Murió en Montevideo un martes, el 1° de marzo de 1994.

La editorial argentina El Cuenco de Plata ha recuperado recientemente, en muy cuidada edición, los siguientes títulos: Sólo los elefantes encuentran mandrágora, La mujer desnuda, La rebelión de la flor (cuentos), Un retrato para Dickens y Viaje al corazón del día.

claudia.pistilli@gmail.com

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