Robo en la Catedral

Un robo sacrílego, un raudo y diestro rescate, un emocionante episodio de nuestra historia reciente y una viñeta luminosa de nuestro paisaje urbano con un astuto guiño de ojos al lector como remate de esta sonada aventura ocurrida más o menos cuatro décadas atrás en la ciudad de Asunción, en el testimonio directo de uno de sus protagonistas

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Corrían los últimos años de la década de 1970, una época en la cual los delitos contra el patrimonio no eran tan frecuentes como hoy, ni siquiera en el ámbito de la administración pública, cuando Asunción fue violenta e inesperadamente sacudida por una terrible noticia que corrió por toda la capital y que alarmó a toda la ciudadanía.

Los altares de la Catedral de Asunción estaban revestidos, desde tiempos remotos, con una serie de adornos metálicos. Principalmente, el Altar Mayor, que lucía dos grandes piezas de plata maciza que, lustradas con particular celo y tesón en las festividades importantes hasta que llegaban a relumbrar como espejos, reflejaban las luces tanto de las arañas eléctricas como de los cirios profusamente dispuestos en todos los rincones del templo.

Estas dos piezas parecían presidir las ceremonias con sólida y silenciosa majestad desde su lugar privilegiado, flanqueando, en sus extremos, dicho altar, con sendos candelabros a su lado, que aumentaban su potente fulgor metálico y destacaban sus labrados contornos. Así brillaban en el interior del sacro recinto estos lustrosos «florones» de plata, siempre pulidos y relucientes.

Eran dos ornamentos que recibían este nombre, el de «florones», por recordar su forma la de las flores del orden de las margaritas, aunque por momentos parecían imitar más bien los rayos solares. Algún orfebre había adosado a sus extremos dorsales sendas piezas de acero, en las que se ponían y encendían velas de gran tamaño cuyo imponente flamear aumentaba su hermosura.

La noticia que conmocionó Asunción fue la de un robo. Sucedió que inesperadamente estos ornamentos de rico metal, para espanto de sacristanes y curas párrocos, desaparecieron; se registró su ausencia un amanecer, a la hora de la primera misa.

Se dio parte a la policía y se habló del hecho en todas las misas, pero el tiempo poco a poco fue borrando el recuerdo de los florones antes tan ponderados por todos los asiduos a la Iglesia Mayor de Asunción.

Cuando el tiempo iba apagando definitivamente la memoria del latrocinio y haciendo habitual su falta en la parte más importante de la nave principal, recibí un llamado telefónico de la señora Dolly Casal Ribeiro de Peroni, esposa de un abogado paraguayo que desde 1940 vivía su exilio, ejerciendo su profesión en Buenos Aires; me unía a ellos una cálida amistad.

La señora me informó que el doctor Juan Guillermo Peroni, su marido, le había remitido con carácter urgente, para que se hiciera saber a las autoridades eclesiásticas, el aviso de un remate que sería realizado en la capital porteña. La nota periodística mencionaba, entre los objetos de la subasta, «importantes ornamentos jesuíticos provenientes del Paraguay», y la ilustraban fotografías… ¡de los dos florones hurtados de la Catedral! Era fácil reconocerlos con solo una rápida comparación con sus «mellizos» presentes todavía en el altar.

La señora Peroni me pidió que nos entrevistáramos con el párroco de la Iglesia Mayor, el padre Agustín Blujacki; ante el citado aviso, no recuerdo con exactitud si de La Nación o de La Prensa de Buenos Aires, tabloides de gran circulación y tamaño, accedí presuroso.

En la entrevista, propuse a mis dos interlocutores denunciar el hecho al día siguiente en el juzgado en lo penal de turno en esta capital y adjuntar a la denuncia la hoja enviada desde Buenos Aires por el doctor Peroni y fotografías de las dos piezas que todavía conservaba la Catedral, autenticadas por un notario público.

Al otro día, con gran premura, llevé la denuncia formulada por el padre Blujacki al juzgado de turno, a cargo del cual estaba, si no me equivoco, el doctor Carlos Casco Ternet.

Le pedí audiencia para explicarle lo que pasaba y le sugerí, en la conversación, presentar dos exhortos al Poder Judicial argentino: uno a la jurisdicción civil y comercial, solicitando la suspensión del remate para no perder la pista de los adornos sacros robados de la Catedral, y otro al juez de primera instancia en lo penal de turno, requiriendo el secuestro de los dos florones antes del remate y su devolución al juzgado requirente en Asunción por integrar el cuerpo del delito que allí se investigaba.

En un par de días presenté los exhortos; con el total apoyo de las autoridades del Poder Judicial y del Poder Ejecutivo, los legalizamos y los enviamos al doctor Peroni para que, en Buenos Aires, él les diera entrada en el Ministerio de Relaciones Exteriores argentino a fin de que fueran remitidos, a través de la Corte Suprema de Justicia y de los demás órganos judiciales de rigor, al juez en lo penal de turno.

Nuestro corresponsal actuó con toda la velocidad que su fama en el foro porteño permitía esperar. Se suspendió el remate y, previa intervención del Ministerio Público, el juez en lo penal dictó resolución disponiendo la devolución de los florones malhabidos al juzgado paraguayo para que este les diera el uso judicial pertinente y, al fin, en su oportunidad, los devolviera a la autoridad eclesiástica de nuestro país.

En tres meses de actividad, en Asunción a mi cargo, y a cargo del prestigio y la capacidad del doctor Peroni en los tribunales porteños, los florones fueron restituidos a la Catedral y devueltos a su lugar, junto a sus hermanos, que los aguardaban en el Altar Mayor, con gran publicidad y regocijo de las autoridades religiosas y de toda la feligresía, que acudía a las misas de la Catedral para deleitarse con su hermosura.

Monseñor Agustín Blujacki, con suma caballerosidad, insistió mucho en recompensar con, a su juicio, merecidos honorarios a los reparadores del robo sacrílego, propuesta que fue declinada, sin excepción, por todos los felices participantes del triunfal rescate de los bellos florones de la Catedral de Asunción.

Sin duda, en aventuras de esta naturaleza –así lo deseo yo– es más conveniente recibir, en forma de valiosas indulgencias, las gratificaciones en la otra vida.

aencinamarin@hotmail.com

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