Silencio

Las ideas de Foucault sobre el biopoder, del cuerpo como materia política –la materia de la que está hecho el sujeto moderno– y de la intervención política del cuerpo –es decir, de la salud, de la sexualidad, de la higiene, etcétera– sirven a José Manuel Silvero en este artículo para analizar un problema actual: la polémica sobre el proyecto de ley contra toda forma de discriminación.

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Larga y tortuosa ha sido la lucha para que finalmente el ser humano se reconociera merecedor de respeto, provisto de un valor intrínseco y absoluto. Al descubrir que podía ser algo más que lo que se le hacía creer, lentamente fue conquistando el derecho a construir su identidad y a forjarse una imagen. Durante siglos se nos insinuó que únicamente elevándonos hasta lograr acercarnos al pináculo de Dios, tal como lo dictaban los sacros misterios revelados y gestionados por unos pocos privilegiados, seríamos merecedores de dignidad.

Un mundo superior de serafines, arcángeles, querubines y cuantos seres extraños necesitaran los burócratas configuró la tierra como un páramo carente de ensueño y magnificencia. La realidad humana terrenal, al más puro estilo platónico, podía ser partícipe de su dignidad y su respeto en la medida en que su naturaleza se implicara en la de ese otro mundo hermoso, perfecto y lejano. La dignidad y la gloria no estaban en los cuerpos inferiores. Los que repartían el orden, la bondad y la belleza configuraron un discurso implacable y así manejaron el destino de los cuerpos durante siglos.

Y es que el cuerpo, ese pequeño pero indispensable reducto carnal, ha sido el blanco de todas las empresas totalitarias. Instalar un discurso en los cuerpos es colocar la información que regulará el acomodo de los mismos.

Pero ¿qué aconteció en Occidente para que hoy hablemos de diversidad, pluralismo, no discriminación, respeto, derechos…?

La fundamentación moderna del concepto de dignidad restauró la relevancia del cuerpo humano. Y a partir de allí, con pasos pequeños pero firmes, se fueron conquistando la autonomía y la libertad de expresión. De a poco, los reductos carnales comenzaron a pertenecer a sus propios dueños, y la palabra subsidiaria dio paso a la voz propia y apropiada.

Así, la dignidad humana se erigió en fundamento y sostén de los derechos humanos. Paulatinamente, el ser humano fue configurándose como titular de derechos y libertades en el seno de un Estado de derecho.

Por ello, a la luz de este tránsito que ha llevado a las sociedades hacia parajes más habitables, resulta sumamente alentador saber que la República del Paraguay, en su momento, adoptó como forma de gobierno la democracia representativa, participativa y pluralista. Y es sumamente reconfortante saber que la base de tan importante construcción es el reconocimiento de la dignidad humana.

Entonces, ¿por qué razón una parte de la sociedad que se reconoce democrática rechazó, escandalizada, el proyecto de ley contra toda forma de discriminación?

¿Acaso no es una petición de principio asumir lo estipulado a modo de «axioma fundamental» en la Constitución Nacional de 1992?

El rechazo burlesco y el encono totalitario en contra del mencionado proyecto no han sido gratuitos. Muestran a las claras que en muchos cuerpos de esta tierra el autoritarismo y la discriminación tienen vocación de permanencia. La manera burda en que se desvirtuaron, malinterpretaron y subvirtieron los conceptos muestra claramente que el poder de sujeción corporal importa en demasía a un selecto grupo de instituciones. No olvidemos que la sumisión y el silencio son más que rentables.

En un país donde pervive todo tipo de abusos, explotación y discrecionalidades, no puede permitirse una ley que proteja a los trabajadores, a los homosexuales, a los bisexuales, a los aborígenes y a otros colectivos explotados. Cualquier propuesta medianamente democrática hará que salten todas las alarmas, y rancios argumentos comenzarán a fluir sin tapujos. Y eso es lo que ha ocurrido: sin asco alguno, se desparramaron, a borbotones, argumentos que falsearon el verdadero espíritu de la propuesta. Por ejemplo, ¿alguna vez se habló abiertamente de la lógica cuartelera que se ejerce en los ámbitos laborales, tanto en la gestión pública como en la privada?

En el proyecto de ley contra toda forma de discriminación aparece con meridiana claridad la necesidad y la importancia de proteger a los que trabajan de todo tipo de posibles abusos.

Pero la crítica de los defensores de la «decencia» se ha centrado exclusivamente en las opciones sexuales. No se ha visto nada fuera de lo que despierta el temor de los cuerpos panoptizados por las empresas totalitarias. Regidas de manera dogmática y verticalista, las argumentaciones, una vez más, destacaron por su lejanía de los tiempos que corren.

Los honestos «asaltantes de esperanzas» se engavillaron a los «piratas de los derechos» y, sin temor ni temblor, una vez más, hicieron valer sus ardides de hordas involucionarias.

¿Alguien sabe la razón que nos impide, como país, cobrar impuestos como lo hacen nuestros países vecinos? ¿Es decente tener hospitales desabastecidos y puestos de salud raquíticos a lo largo y ancho del país? ¿La idea de familia tiene que ver únicamente con los miedos de la jerarquía eclesiástica, y no con las condiciones materiales de los veinticinco y medio millones de subalimentados de este país?

Por ello, es sumamente paradójico advertir que una sociedad democrática, que funda su destino en la dignidad de la persona, rechace un proyecto de ley contra toda forma de discriminación amparada en argumentos que invocan el decoro, la decencia y la sacralidad. Estamos jugando a ser un Estado de derecho, solo que sin diálogo ni tolerancia.

Ilusionado por estar ya a tantos años de la última dictadura, que perseguía barbudos y afeminados, cualquiera podría esperar una reacción positiva con relación a la salvaguarda de los derechos más indispensables que una democracia demanda. Pero no fue así. En este país, la burla, la estigmatización, el olvido selectivo, la explotación, el maltrato y la discriminación son conquistas que los «decentes» no permitirán que se les arrebaten.

Cualquier idea con «tufo a innovación», todo aquello que pueda abrir paso a la crítica y dejar al descubierto lo que se encubre, todo reemplazo progresista será motivo más que suficiente para que los santones hipócritas se apresuren a destrozar completamente ese cambio.

Silencio. Años de silencio nos ha legado un país a la vez sumiso y autoritario. La democracia es diálogo, debate, confrontación de ideas y sana discusión.

«Cualquier idea con tufo a innovación, todo lo que pueda abrir paso a la crítica, todo reemplazo progresista...

...será motivo suficiente para que los santones hipócritas se apresuren a destrozar ese cambio».

jmsilverouna@gmail.com

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