Zonas de penumbra

Nacido en Nagasaki y crecido en Surrey, Inglaterra, desde los cinco años, el escritor Kazuo Ishiguro ha recibido este mes el premio Nobel de Literatura 2017

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El pasado jueves 5 de octubre el británico Kazuo Ishiguro recibió el Nobel de Literatura. Ishiguro es reconocido ante todo como novelista, y como cuentista también, pero hace de vez en cuando de letrista y guionista. Así, escribió –«con el fin», dijo a The Telegraph, «de conseguir un contrato discográfico»– la letra de cuatro de las canciones del disco nominado al Grammy de la cantante de jazz Stacey Kent Breakfast on a Morning Tram (2007), título que alude al tren que cruza la novela del propio Ishiguro Los inconsolables (1995). Cabe decir que a Ishiguro, con su diestro dominio de lo dicho entre líneas, le va bien ese arte de escribir letras de canciones, en el que la música completa a la palabra, y viceversa. De Ishiguro es también el guion de la película canadiense del 2003 dirigida por Guy Maddin The Saddest Music in the World, en la cual la «Reina de la Cerveza» de Winnipeg, Lady Port-Huntly (Isabella Rossellini), a fin de aumentar las ventas de su marca, Muskeg Beer, convoca a un concurso para premiar a quien encuentre la «canción más triste del mundo».

Y a propósito de películas, sabido es que la narrativa de Ishiguro seduce al cine: allí están The Remains of the Day (James Ivory, 1993) y Never let me go (Mark Romanek, 2010). Si bien esta última se basa en el libro homónimo publicado en inglés en Londres en el 2005, y en castellano por Anagrama en el 2011 con el título de Nunca me abandones, confieso que la vi sin saber que había una novela detrás de la película. Solo una vez descubierto esto en los créditos finales, reconocí retrospectivamente un motivo presente en otro libro, también de Ishiguro: The Buried Giant (Nueva York, Alfred A. Knopf, 2015, 317 pp. En español, El gigante enterrado, Anagrama, 2016).

En The Buried Giant, una niebla física y más que física –mental, moral, metafísica, si se quiere– cae sobre la Gran Bretaña del siglo VI nublando los recuerdos de todos sus habitantes. En la corte deambula el envejecido sobrino del rey Arturo, Sir Gawain, espectro de una época pasada, mientras la niebla deshace lentamente su cerebro y su conciencia y lo lleva al delirio y la locura. Hay monjes locos, dragones, cabras, aldeas, criptas y montañas, pero sobre todo niebla. Ishiguro hace que la sientas. Oscurece lo que ocurre, lo hace indistinto, engañoso, vuelve confuso y traicionero el mundo. Llena de extraviados y de buscadores, The Buried Giant es una novela de garabatos, de seres totalmente o en parte perdidos y borrados. (Aunque, claro, toda ausencia manifiesta la vacancia de un puesto, deja un rastro, abre un vacío en el que algo se puede revelar; por eso, en The Buried Giant avanzamos en la oscuridad de un relato sobre la experiencia de no saber, pero entre los siniestros presagios del retorno de la memoria perdida.) 

En la sociedad de Never let me go, una suerte de supuesta alteridad ontológica justifica el destino de explotación de los tres personajes principales, lo cual no tiene tanto de literatura distópica o fantástica como uno desearía, por supuesto. Tampoco lo tiene que estos personajes no se piensen injustamente tratados. Hijos del orden social que los veja, los principios de este, el único que conocen, les parecen naturales. Ese motivo del no saber, de la ceguera, que en The Buried Giant era fruto de la niebla, les impide, incluso cuando encuentran indicios de que la aparentemente amable superficie de sus días estudiantiles oculta otro lado de la realidad, ver lo que para el lector se va haciendo evidente, como si algo en ellos, secretamente, lo evitara. Llega así la ficción a lugares que la razón teme. Seres humanos reducidos a almacenes de repuestos en un mundo que te da gato por liebre.

Nuestro mundo está hecho de fatalidades parejas a esta, nuestra sociedad de repuestos, de unidades de fuerza de trabajo, de células perpetuadoras del único orden social admisible, de productores y reproductores de más reproductores y productores, piezas desechables, materia consumida y escupida cuando se le ha exprimido todo jugo. 

No estamos tan lejos, al cabo, de esa vida triste, breve y trágica de la que pensaba Hobbes que, contrato social mediante, el Estado, el Leviatán, nos rescataba; pero cuanto escapa a la mirada de la clara consciencia brilla a veces en la penumbra de la ficción –según bien sabe Ishiguro– como algo imposible –el rostro de la Medusa– de mirar directamente sin ser petrificados y cuyos indicios se revelan en zonas de niebla y esquinas en sombra. Pues, aun cuando Hobbes no haya, suponemos, elegido totalmente a sabiendas su metáfora, el Leviatán es un monstruo.

El poeta y erudito Robert Graves dijo en una ocasión que el premio Nobel de literatura era llamado «the Death’s kiss», «el beso de la Muerte», porque, según explicó, una vez aceptado por un autor, este nunca volvía a escribir nada valioso. Ishiguro es un autor en plena producción y mucho más vital y conflictiva y realmente conectado con nuestro tiempo y con más sensibilidad a sus angustias y secretos que la generalidad de los escritores que, sean realmente jóvenes o no, utilizan esa etiqueta editorial, y tiemblo de pensar que la maldición señalada por Graves con insidiosa gracia llegue a afectar su trabajo, para mi egoísmo lector más importante que todos los premios de este mundo.

juliansorel20@gmail.com

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