Heidi

¡Por fin conoceremos el final de esta tierna historia!

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La tía Dete había dicho a Heidi que podría volver con su abuelo cuando quisiera. Pero una vez que quiso hacerlo y la señorita Rottenmeier la sorprendió saliendo de la casa, la riñó tanto que quedó convencida de que hablar de volver a sus montañas sería tomado por todos como una muestra de ingratitud.

A pesar de las bondades de la abuela y Clarita, la angustia de la niña era cada día mayor. Un día la abuela le preguntó que le pasaba.

Heidi le respondió que no lo podía decir.

Entonces la abuela le dijo que Dios la podía ayudar.

Sin esperar más, Heidi salió corriendo a su habitación y le pidió que la ayudara a volver pronto con su abuelito.

Pasaron las semanas repitiéndose las rigideces de la señorita Rottenmeier, las simpáticas salidas de Heidi, las bondades de Clarita y la abuela, quien volvió a advertir que, de nuevo, Heidi había perdido la alegría y el brillo de sus ojos.

Y luego vino la historia del fantasma.

Todos los días amanecía la puerta de la calle sin la doble llave, sin la traba y abierta.

Sebastián, el mayordomo, y Juan, el cochero, montaron guardia, para sorprender al intruso.

Pero quedaron dormidos hasta que les despertó el ruido de la puerta. Juan acudió primero, y volvió corriendo horrorizado: la blanca sábana de un fantasma estaba flotando ante la puerta de la calle.

Convocado el señor Sesermann, hubo de dejar sus negocios y acudir alarmado, escéptico y fastidiado por la historia.

Al llegar, lo primero que llamó su atención fue lo desmejorada que encontró a Heidi, a quien había conocido en un viaje anterior.

Delgada, pálida y demacrada como la vio, decidió llamar a su amigo el médico Dr. Classen, para que la viera, y esa noche le acompañara en la guardia para sorprender al fantasma.

El fantasma era ni más ni menos que Heidi, quien llegaba a la puerta de la calle en total estado de sonambulismo, tal vez impulsada por su deseo de marcharse de ahí.

Heidi explicó al doctor el dolor que sentía en el pecho cuando tenía ganas de llorar, pero no lloraba por la señorita Rottenmeier que le había prohibido hacerlo.

El doctor le hizo saber al señor Sesemann que Heidi sufría de una enorme depresión nerviosa.

El señor Sesemman, que era un hombre bueno y expeditivo resolvió que era preciso obrar inmediatamente.

Y así, apenas amanecido se encontraba Heidi camino a sus montañas.

Casi llegando vio primero las altas copas de los tres abetos, el techo de la cabaña y, por fin, al abuelo sentado en el banco del frente, fumando melancólicamente su pipa.

Antes de que el viejo pudiera darse cuenta de quién venía, estaba Heidi abrazada a su cuello, sin poder decir otra cosa que:

—¡Abuelito! ¡Abuelito!

Le puso al tanto de su vida en el tiempo que estuvo ausente y cómo y cuánto lo extrañaba que enfermó de nostalgia. Entregó la carta del señor Sesemann, y el paquete, que era dinero para sustentar a Heidi por el resto de su vida.

La felicidad de Pedro al ver a su amiguita de regreso lo dejó sin palabras.

Y la alegría del viejo al recuperar a su nieta a quien consideraba perdida para él, lo reconcilió con Dios y con la humanidad como lo demostró al domingo siguiente, sorprendiendo a Heidi, con su mejor traje dominguero, para bajar a la aldea, donde después de mucho tiempo, respondía al alegre repicar de las campanas llamando a los fieles a misa.

Sobre el libro

Título: Heidi

Adaptación: Raúl Silva Alonso

Editorial: El Lector

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