Todos somos calvinistas

«El nuevo pecado (y he aquí un legado muy importante de la ideología calvinista) es ayudar o dejarse ayudar», reflexiona el psicoanalista Alejandro Pascolini en este artículo sobre los procesos históricos que desembocan en nuestra masificada soledad actual.

Caravaggio: "Narcissus" (1599)
Caravaggio: "Narcissus" (1599)

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En Ensayos sobre el individualismo, el antropólogo francés Louis Dumont (1) se pregunta cómo es que en la civilización occidental actual se venera una imagen sacrosanta del individuo como autónomo, independiente en última instancia de toda determinación cultural y esencialmente íntimo. Al respecto, nos interesa aquí tomar sólo un sesgo particular que adopta como posible explicación de este fenómeno: el sesgo religioso.

Según Dumont, luego de que tanto Platón como Aristóteles acentuaran el hecho de que el hombre es hombre en tanto ser social y de que no puede pensarse la dimensión humana sin su ligazón política y sin su relación con lo divino (entendiendo lo político y lo divino como dos instancias opuestas al ser individual, oposición que funciona dando un complemento dialéctico a ese ser y, entonces, brindándole existencia), se produjo un vuelco radical en esta concepción: el mundo helénico comenzó a pensar la verdad, el ser y dios en dicotomía con el mundo. Para encontrar la virtud y la sabiduría, el proyecto pasó a ser aislarse de las preocupaciones de la política y de la vida cotidiana. El «afuera» se volvió una tentación a resistir en la búsqueda de crecimiento interior y de una conexión más íntima con dios.

Por otro lado, los renunciantes indios parecían compartir esta desconfianza del Otro como tal y también volcarse al Uno interior para encontrar esa soledad tan necesaria para ser al fin uno con el todo, fuera del ruido de los placeres y dolores momentáneos.

El budismo, el estoicismo y el cristianismo también comparten esta necesidad de devaluar el mundo para valorar el alma eterna, individual, y así alcanzar una mejor relación con dios.

Según el comentario de Dumont, Cristo y luego San Pablo se ocuparon de relativizar lo mundano, siguiendo, en este sentido, quizás, la enseñanza de los estoicos, que promulga que el único bien es interior al hombre y que la vida en el mundo es jerárquicamente inferior a la relación con dios. De hecho, el mismo San Pablo, como padre de la Iglesia, declaraba que las instituciones mundanas no son problemáticas mientras no atenten contra la fe.

Pero ocurre otro vuelco histórico significativamente importante para comprender esta devoción por lo individual que nos aqueja actualmente.

San Agustín, quien vivió entre el 354 y el 430 después de Cristo, asevera: «Si el Estado no rinde justicia a Dios, no es Estado», comenzando con esta admonición a quebrarse el equilibrio entre las instituciones de la fe y las políticas. Ya no se trata de «dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios», sino que el príncipe o el monarca debe ajustar su política a los dictámenes religiosos, perdiendo el Estado independencia de la fe.

Tiempo después, tenemos al papa Gregorio el Grande (540 - 604), quien, redoblando la apuesta, defiende «que el reino terrestre sirva al reino celeste».

En el siglo IV, Constantino se hace cristiano y comienza un ascenso del poder de la Iglesia católica en Occidente.

La Iglesia ya no pacta con el poder político a los efectos de tener la seguridad de seguir existiendo para continuar su práctica espiritual, sino que interviene activamente para reinar sobre aquellos asuntos que antes despreciaba por considerarlos ajenos a Dios. El mundo ya no es algo pasajero, lo terrenal ya no es aquello que distrae de las cuestiones divinas, sino que ahora es necesario mandar en la economía, la política, las costumbres; es decir, la iglesia es una nueva industria ideológica.

Recordemos que, para el cristianismo y otras prácticas religiosas y escuelas filosóficas, el mundo interno del hombre es la sede de la verdad. Ahora la Iglesia católica continúa su idealización de lo íntimo como lo divino pero esta creencia ya no queda en los límites de los ámbitos practicantes sino que, al tener una injerencia política potentísima, genera efectos ideológicos y psicológicos extremos.

El autor que tomamos para pensar esta línea de análisis reconoce que realiza un salto histórico considerable, del siglo V a la obra y vida de Martín Lutero (Alemania, 1483 - 1546), y luego a las de Juan Calvino (Francia, 1509 - Suiza, 1569).

Lutero «protesta» contra la Iglesia católica al rechazarla como instancia mediadora entre el sujeto y Dios, ya que, sostiene, cada hombre, sólo con su fe, amor y razón, podría tener una relación individual y directa con lo divino, sin necesitar ninguna burocracia clerical. Es la propia voluntad la que ha de conducir a cada individuo a participar de los designios de Dios, y no la intervención de un edificio de obligaciones y rituales venidos desde afuera.

Pero luego Calvino dice retomar las enseñanzas luteranas, aunque en realidad podemos advertir que crea una doctrina diferente.

En principio, disuelve lo que quedaba de la antigua diferenciación cristiana entre mundo y extramundo, radicalizando la posición de injerencia sobre todos los asuntos políticos que ya había adoptado la Iglesia católica, pero acentuando la necesidad de dominar al Estado desde la religión.

Para Calvino, el pensamiento y la voluntad individuales son las herramientas para ser un buen religioso, pero esta creencia debía imponerse, siendo severamente reprobados quienes no se adherían a los nuevos preceptos.

Es decir, la experiencia singular y solitaria con la verdad es la nueva política de Estado.

Si los renunciantes de la India o el propio Cristo entendían a Dios como un encuentro fuera de los asuntos políticos pero no imponían este modo de espiritualidad (sólo buscaban no ser molestados por esos asuntos) a quien no deseara sumarse, con Calvino se trata de adoctrinar con la idea de que sólo con la propia voluntad se debe alcanzar la verdad y la justicia (despreciando el lazo comunitario y la trasformación colectiva).

Y esto llega hasta hoy…

Transfiriendo esta cosmovisión a la actualidad (asumiendo que sólo estamos tomando la vertiente espiritual-política del individualismo), hoy asistimos a este imperativo: debemos ocuparnos de nosotros mismos.

Si queremos mejorar nuestro ánimo o tener una relación distinta y más favorable con nuestro entorno, debemos primero «conocernos bien por dentro». El dolor ajeno no debe ser nuestro problema.

La psicología hegemónica habla de «ocuparse de uno» antes de escuchar los gritos de desesperación de nuestros amigos.

En el plano político, el desmerecimiento del compañero de trabajo, la indiferencia hacia nuestros vecinos y el desprecio por las necesidades ajenas, ya que pueden distraernos de lo verdaderamente importante, que es encerrarnos en nuestra propia imagen, están a la orden del día.

Todos creemos en el «primero yo» y en el salir adelante por nuestro propio esfuerzo; el nuevo pecado (y he aquí un legado muy importante de la ideología calvinista) es ayudar o dejarse ayudar.

Están llenos los gimnasios de gente admirando cómo cambia su cuerpo; los transportes públicos, de entes pensando en llegar a sus casas y ver sus series.

Cada uno regocijándose mentalmente con triunfos miserables y solitarios, cultivando su imagen, su fuerza, su miedo.

El clisé que atraviesa el mundo es «debo ser yo mismo», enunciado que cada uno repite suponiéndolo original (cuando, paradojalmente, todos decimos lo mismo), pero que es debitario de una ideología que responde a un proceso histórico que beneficia intereses políticos y económicos minoritarios y ajenos, ya que, si cada uno sigue mirándose el ombligo, es imposible hacer una revolución.

Notas

(1) Louis Dumont: Ensayos sobre el individualismo. Una perspectiva antropológica sobre la ideología moderna. Madrid, Alianza Editorial, 1987.

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