Apocalípticos e integrados

Uno. Cada vez que por hastío decido cerrar mi cuenta de Facebook, desisto de hacerlo para no perder el contacto con los amigos que viven en otros países. Es una excusa estúpida: no lo cierro por lo mismo por lo que no cocino sino que pido una pizza; a los amigos –a los verdaderos– se les escriben correos electrónicos, o al menos se les habla por Skype. Pero dar likes de vez en cuando es más rápido. Fast food, fast friendship, fast life.

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Dos. Un amigo muy joven, de dieciocho, me farreó ayer en un pub porque uso mp4. ¿Vos solo usás tu Nokia?, le pregunté. Claro, Montse, me dijo él, con gracia: ¡yo soy milenial! Ya en casa, a la mañana siguiente, desayunando con mi músico favorito, quise saber si mi impresión (la de que nada suena realmente bien en ese Nokia) era acertada. Él lo confirmó: salvo los móviles equis con sistema operativo zeta (aquí se explayó en detalles técnicos), el celular, entre otras cosas, resta fidelidad; es natural porque tiene muchas funciones y no está diseñado específicamente para escuchar música, como otros reproductores, que, si se descontinúan, no es por motivos musicales, y ni siquiera tecnológicos (¿qué valor tecnológico puede tener una innovación que resta calidad al sonido?, adujo), sino comerciales. Tu amigo no tiene buen oído, concluyó.

Tres. Hay poca realidad en una definición expurgada de todo aquello que los demás pueden sentir o presentir sobre nosotros en persona: cuanto excede nuestra consciencia queda fuera de nuestra presentación en el mundo virtual, en el cual, porque la realidad es más que los datos y el conocimiento es más que la información, y porque las computadoras e internet pueden procesar y transmitir información y datos, pero nada más, no hay, sensu stricto, ni personas ni relaciones interpersonales. Y, sin embargo, cada día olvidamos estas obviedades.

Cuatro. Que todo cambio es ambivalente ya lo sabía Platón cuando hizo a Sócrates narrar el mito de Teuth sobre el origen de la escritura en el Fedro y lamentar la pérdida de las virtudes propias de la cultura oral (las artes de la memoria, el dominio de la música del discurso, que lo mantenía vivo, todos aquellos músculos intelectuales, en fin, que, en desuso por esa prótesis, flaquean). Lo perdido no merma ese hallazgo que liberó, para buscar lo nuevo, la energía puesta hasta entonces en guardar lo conocido. Y cómo no celebrar, del mismo modo, el estar vivos hoy, cuando la capacidad de procesar y manipular grandes caudales de información textual, sonora, visual, brinda un banquete de creación e ideas. Pero si nuestro banquete aporta información que, materia prima de publicidad, nos devuelve aspiraciones y deseos en forma de oferta de bienes y servicios, ¿somos libres de elegir algo fuera de ese circuito?

Sabemos mucho sobre las posibilidades ilimitadas de la tecnología, pero ¿sabemos si estamos limitando las nuestras? ¿Mi amigo es, en efecto, un desorejado o, como dice mi madre, «el hombre es un animal de costumbres: termina acostumbrándose a todo» y simplemente (tal vez por no tener mucho para comparar, dada su juventud) está acostumbrado a un sonido al que terminaremos acostumbrados todos? Si el mercado prefiere productos que gusten a la mayoría, al adaptarnos a ellos, ¿perdemos rasgos solo nuestros, únicos? Conectados sin pausa con el mundo –con nuestro mundo, en realidad–, ¿ampliamos sus fronteras o las estrechamos? Sabemos lo que cambia la tecnología que introducimos en nuestra vida, pero ¿sabemos lo que introduce en nosotros ella, y lo que en nosotros cambia? Sabemos lo que hacemos con lo que usamos, pero ¿sabemos lo que usarlo hace con nosotros? Cuando algo nos rodea de tal modo que se vuelve omnipresente, ¿no se vuelve también, a nuestros ojos, invisible?

«Apocalípticos e integrados»: más que la disyunción del título en el que Eco oponía esas dos posturas, la conjunción se ajusta a este escenario en el que ni los apocalípticos pueden no integrarse. Cuesta no caer presa de vanidad cuando ayer estaba mal visto ser en exceso distraído, nada sociable y anormalmente diestro en actividades difíciles o poco gregarias, y hoy el auge tecnológico ha puesto tan de moda, hasta en las sit-coms, a nerds y geeks que de pronto, inmerecido efecto colateral, parece que los bichos raros no necesariamente somos tan «loosers», que algunos quizá seamos (puaj) «creativos» y hasta capaces de merecer (súper-puaj) «prestigio», (mega-puaj) «influencia» o (jiga-puaj) «éxito». De hecho, para plantear estas dudas he tenido que distanciarme conscientemente de un brave new world tan cómodo para alguien como yo. Una persona extraña, con placeres impopulares y pasiones excluyentes que no admiten la sociedad de sus semejantes, más amante de las ideas que del prójimo, más ágil entre conceptos que entre objetos, más hábil y más justa con la lógica que con la gente, un ser solitario y airado que con demasiada frecuencia toma lo imaginario por real y lo real por imaginario. Por paradoja, necesito ser crítica con este escenario en el cual no solo no me siento fuera de lugar, sino que parece hecho a mi medida. Eso es, precisamente, lo que me preocupa.

montserrat.alvarez@abc.com.py

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