Prejuicio, envidia y humor estéril

«Con la misma velocidad vemos un bombardeo, a alguien cantando y bailando y cómo se somete a un niño», reflexiona desde Buenos Aires el psicoanalista Alejandro Pascolini.

Burakumin (finales del siglo XIX)
Burakumin (finales del siglo XIX)

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El sociólogo alemán Norbert Elias, en su Ensayo teórico sobre las relaciones entre establecidos y marginados (1), afirma que la discriminación social asienta sus bases en un proceso por el cual algunos grupos se consideran mejores que otros esgrimiendo motivos de índole natural o biológica, y da cuenta de cómo el desprecio por determinadas poblaciones en diversos países encuentra su justificativo en el color de la piel o alguna otra característica física. Presenta el caso de los burakumin japoneses, que portarían, en el imaginario de esa nación, un lunar azul que marcaría a fuego su condición de inferiores morales.

Elías recalca que el prejuicio apunta a acusar a los discriminados de no acatar las leyes y normas de una sociedad. Quienes poseen en Japón un lunar azul o quienes en Argentina se señalan como «negros» son, por motivos naturales e inmodificables, fácilmente corrompibles, inclinados por algún orden eterno al robo, la mentira, la estafa y la violencia.

Información irreflexiva pero sistemática, seudocientífica pero eficaz en la producción de sentido común: aquel que no se ajuste al perfil instituido de «hombre o mujer bien de clase media» es fácilmente tildado de «chorro» por esta estrategia de estigmatización comunicacional.

Consecuentemente, en el sector discriminado (que detentaría el irrespeto por las normas éticas de la comunidad) se proyectarán, afirma Norbert Elias, los aspectos más miserables y ruines de esa comunidad.

Pero si revisamos algunos conceptos del sociólogo francés Gilles Lipovetsky y del psicoanalista argentino Enrique Pichon-Rivière podemos darle una vuelta de tuerca dialéctica a lo precedente y preguntarnos si la insistencia en la estigmatización de las minorías discriminadas no encubre cierta envidia, cierto odio por percibirlas más vitales, más felices…

La era del vacío

En La era del vacío (2), Lipovetsky afirma que desde la década de 1970 estamos transitando la era posmoderna, caracterizada por una ideología de la desideologización: vivimos en un desierto de significaciones compartidas, donde la concepción imperante de la realidad es que no hay realidad común. Cada individuo concibe el mundo «a la carta», según sus apetencias personales.

En la continua relativización de todo, de algo no se duda: que todo es relativo. Paradoja poco advertida es que este forzamiento a renunciar a toda perspectiva totalizadora del mundo es una perspectiva totalizadora. En lo que Lipovetsky denomina «desmotivación de la cosa pública», el sujeto posmoderno está apresado en un nihilismo ingenuo que lo lleva a no interrogarse siquiera por la necesidad de articular sus acciones con el otro a los fines de un bien común. Cada vez más preocupado por sus «procesos interiores» y por sí mismosu cuerpo, su salud, la importancia de sus opiniones, etc.–, descree de los ideales modernos de un futuro mejor para «vivir el momento» según las nuevas exigencias del mercado.

Seducido por una publicidad constante, vive regido por la obligación de consumir aquello que lo hará libre, de adquirir alguna nueva distracción que lo hará despertar del infierno de aburrimiento donde vegeta su apatía cotidiana.

Si la Era Moderna se rigió por ideales científicos y filosóficos que brindaban una orientación de sentido y de entusiasmo en torno a la idea de un progreso de lo humano y la posibilidad de una transformación radical de las condiciones de existencia, lo posmoderno es efecto de la desilusión de ese proyecto político y del redireccionamiento del interés, de la finalidades sociales a la esfera narcisista y hedonista. En palabras de Lipovetsky: «De hecho el narcisismo surge de la deserción generalizada de los valores y finalidades sociales, provocada por el proceso de personalización. Abandono de los grandes sistemas de sentido e hiperinversión en el Yo corren a la par: en sistemas de “rostro humano” que funcionan por el placer, el bienestar, la desestandarización, todo concurre a la promoción de un individualismo puro, dicho de otro modo psi, liberado de los encuadres de masa y enfocado a la valoración generalizada del sujeto» (3).

Entonces, ya no se trata de diseñar una sociedad más justa, ni de oponerse a quienes darían la vida por ese ideal. Todo da lo mismo, todo es igual, lo conservador y lo revolucionario se representan como memes para expresar infinidad de cuestiones o ninguna.

Reina una tolerancia cool hacia toda posición existencial, homogeneizándose la perspectiva social de manera tal que la proposición de cualquier jerarquía de valores causa un desprecio cínico o la más radical indiferencia.

Da lo mismo la confesión de una traición que la explicación de cómo bajar la aplicación de un banco.

La crueldad de la tolerancia

Los principios que brindarían sentido a la vida se licuan en el deslizamiento por una rutina de diversiones sin trascendencia, solo funcional a pasar el momento de la forma más placentera posible. Estamos obligados a ser libres, paradoja fundamental para entender cómo nos esclavizamos a un sistema que nos atrae hacia su polo de consumo prometiéndonos placer pero solo potenciando un sentimiento abismal de soledad y confusión.

Se neutralizan las pasiones, inyectándose un clima de comprensión, respeto y moderación donde las expresiones viscerales de odio, pero también las de amor, son ridiculizadas…

El ser posmoderno hace de su tolerancia un dogma sangriento y cruel, descomprometiéndose de toda actividad que subvierta su posición equidistante de lo que le parece extremista, crispado, poco elegante.

Si se abrazan causas sociales, es siempre en una posición light, sin molestar al vecino, sin que las lágrimas hagan ruido.

La indignación tiene su estética, sus lugares donde conversar y sus plataformas virtuales donde subir las imágenes del meeting.

El vertiginoso consumo de imágenes dificulta la reflexión sobre las múltiples resonancias que puedan tener, sobre las diversas significaciones sociales que portan. Todo es consumible, pero rápido: no importa lo que tengas que contar, lo crucial es lo que lo hagas de manera divertida, dinámica, humorística, y lo principal de lo principal: rápido.

Con la misma velocidad vemos un bombardeo, a alguien cantando y bailando, y cómo se somete a un niño; todo con el mismo tono emocional, despreocupado, apático, cínico.

El ideal de la realización personal eclipsó los ideales de realización colectiva, el respeto por la singularidad impide pensar que no todo es respetable. Ya no hay opresores, solo personas que piensan distinto; todos tenemos nuestra verdad, ni mejor ni peor que la del resto. Indignarse no es inteligente, luchar es una pérdida de tiempo, mejor usar esa energía para «conocerse a sí mismo».

La explotación ya no es solamente por coerción sino por seducción. Mediante tonos familiares y cancheros nos hacen partícipes de una empresa de la que siempre salimos perjudicados. Con sonrisas, horarios flexibles y ámbitos de trabajo relajados y en pantuflas nos hacen creer que no estamos adaptados si no vivimos conectados las 24 horas a las demandas de la empresa-institución. Ya no importa si somos abogados, arquitectos, docentes, carpinteros, no importa nuestra dedicación, esfuerzo, historia laboral, etc.: si no sabemos utilizar plataformas virtuales, estamos desactualizados, fallamos, no sabemos…

Siempre en casa, tenemos que estar cómodos, tenemos que aggiornarnos, tenemos que responder rápido, tenemos que hacer varias cosas a la vez, tenemos que, tenemos que, para ser libres.

El humor estéril

Este dogma posmoderno de la relajación, como todo saber que se erige absoluto, necesita sacrificio y violencia para sostenerse. El opresivo y opresor régimen posmoderno implica desprecio por quienes afirman valores como la lucha colectiva, la reivindicación de los derechos de los oprimidos, la teorización y la organización de planes políticos a largo plazo.

El sujeto posmoderno odia a quien no esté inmerso en su aburrimiento e indiferencia y milita sin saberlo (si lo supiera, tendría que organizar esa lucha y entonces no sería tan posmoderno) contra toda institución que represente valores de solidaridad y encuentro: el sindicalismo es una de esas instituciones…

Mediante el humor (herramienta principal del posmodernismo para banalizar todo discurso que tenga cierto peso de verdad y compromiso), comunicadores, políticos, gente de a pie se burlan de los sindicalistas… ¿y cuál es el argumento principal? La respuesta que propongo pensar se articula con la afirmación de Elias mencionada al comienzo: la falta de sujeción a la ley. No por nada la burla, el humor ruin y mediocre que se destila hacia el ámbito sindical tiene como caballo de batalla que en ese ámbito se roba, que hay corrupción generalizada, es decir poca sujeción a los valores morales y éticos y a la legalidad.

Pero también, y en consonancia con Lipovetsky y Pichon-Rivière, se ataca prejuiciosamente al sindicalista porque se lo sabe poseedor de otros valores, ajenos a la indiferencia, la confusión y el sinsentido.

Se lo ataca porque es feliz, ya que en su lucha cotidiana encuentra sentido para su existencia y no tiene que drogarse con la múltiple oferta que nos brinda el posmodernismo para hacernos olvidar que todo nos da lo mismo y que por eso nuestra vida es insípida, vacía, aburrida, ni siquiera trágica.

Se acusa mediante el humor al sindicalista de robar, pero no al empresario, ni al científico, ni al periodista, ni al psicólogo, ni al humorista, porque ese humor banal está dirigido a calmar la envidia que se siente por percibir a alguien que vive distinto, con alegría y compromiso.

En palabras de Enrique Pichon-Rivière: «Detrás de un prejuicio se encuentra siempre la envidia. Ya sea por la laboriosidad, la belleza, la visión del futuro o la manera de encarar el mundo que tienen los seres objetos del rechazo» (4).

Notas

(1) Norbert Elias: Ensayo teórico sobre las relaciones entre establecidos y marginados. Grupo editorial Norma, 1975.

(2) Gilles Lipovetsky: La era del vacío. Ensayos sobre el individualismo contemporáneo. Editorial Anagrama, 1983.

(3) Lipovetsky, op. cit., p. 53.

(4) Vicente Zito Lema: Conversaciones con Enrique Pichon Rivière sobre el arte y la locura. Ediciones Cinco, 1993, p. 18.

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