La eliminación del ónfalo (Un fragmento de la Historia alternativa del siglo XX)

La tarde del 15 de febrero de 1894, el anarquista francés Martial Bourdin salió de su habitación alquilada de Fitzroy Street, en Londres. Llevaba una bomba de fabricación casera y una gran cantidad de dinero. Hacía un día soleado, y se subió en un tranvía descubierto, tirado por caballos, en Westminster, que lo llevó hasta Greenwich, al otro lado del río.

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Tras bajarse del tranvía, cruzó a pie el parque de Greenwich en dirección al Observatorio Real. La bomba explotó demasiado pronto, cuando todavía estaba en el parque. La explosión le destrozó la mano izquierda y una buena parte del estómago, pero no causó daños en el observatorio. Un grupo de escolares lo encontró tirado en el suelo, confuso y pidiendo que lo llevaran a casa. Más tarde se encontrarían restos de su cuerpo y sangre a más de cincuenta metros de distancia. Bourdin murió treinta minutos después de que explotara la bomba, sin dejar ninguna explicación sobre sus actos.

El agente secreto (1907), del escritor polaco Joseph Conrad, se inspiró en estos hechos. Conrad resumió la perplejidad general que provocó Bourdin al describir la explosión de la bomba como «una sangrienta insensatez tan estúpida que resulta imposible comprender su origen mediante un proceso de pensamiento racional e incluso irracional […]. Uno se enfrentaba al hecho de que un hombre había quedado hecho pedazos por algo que ni remotamente podía parecer una idea, anarquista o no».

No era la postura política de Bourdin lo que desconcertaba a Conrad. El significado del término «anarquismo» ha ido cambiando a lo largo del último siglo, de modo que ahora se lo suele entender como una ausencia de reglas en la que todo el mundo puede hacer lo que quiera. En la época de Bourdin, el anarquismo se centraba más en el rechazo de las estructuras políticas que en las demandas de una libertad personal ilimitada. Los anarquistas del siglo XIX no exigían el derecho a la libertad total, sino el derecho a que no los controlaran. No reconocían «ni Dios, ni amo», como dice uno de sus eslóganes. Desde el punto de vista de la teología cristiana, cometían el pecado de la soberbia. Así había sido la rebelión de Satanás, ese era el motivo por el que había sido expulsado del Cielo: non serviam (no serviré).

Tampoco es que Conrad se sintiera confundido por el deseo de Bourdin de poner una bomba. Estaban en un periodo violento, con numerosos atentados anarquistas, que comenzó con el asesinato del zar ruso Alejandro II, en 1881, y se extendió hasta el principio de la Primera Guerra Mundial. A esto contribuyeron la facilidad para conseguir dinamita y el concepto anarquista de «la propaganda de los hechos», según el cual los actos individuales de violencia tenían un valor en sí mismos porque servían para inspirar otros actos similares. El anarquista Leon Czolgosz, por poner un ejemplo, logró asesinar al presidente de Estados Unidos, William McKinley, en septiembre de 1901.

No, lo desconcertante de la cuestión era esto: si uno fuera un anarquista suelto en Londres con una bomba, ¿por qué dirigirse al Observatorio Real de Greenwich? ¿Por qué era un objetivo mejor que, por ejemplo, el palacio de Buckingham o el Parlamento? Estos dos edificios estaban más cerca de donde vivía Bourdin, eran mucho más conocidos y simbolizaban el poder del Estado. ¿Por qué no había tratado de hacer volar esos emblemáticos lugares? Daba la impresión de que había identificado algún aspecto o característica del Observatorio Real que le parecía lo bastante significativo como para arriesgar su vida por destruirlo.

En los acontecimientos y los relatos inspirados por el intento de atentado de Greenwich, el objetivo no llama demasiado la atención. La explosión fue novelada por Conrad, y ese libro influyó en el terrorista estadounidense Ted Kaczynski, más conocido como Unabomber. Alfred Hitchcock adaptó la historia para su película Sabotaje, de 1936, en la que ponía al día el viaje del anarquista por Londres; en vez de en un tranvía tirado por caballos, se desplazaba en un moderno autobús. Hitchcock hizo que su bomba explotara antes, cuando el autobús estaba en The Strand, prefigurando de forma espeluznante el incidente que sucedería sesenta años más tarde, cuando un terrorista del IRA hizo estallar una bomba involuntariamente en un autobús junto a esa misma calle.

Pero el hecho de que el objetivo del atentado resultara incomprensible para Conrad no significa que no tuviera ningún sentido para Bourdin. Como afirma el autor cyberpunk William Gibson, «el futuro ya está aquí, pero no está repartido equitativamente». Las ideas no se expanden de manera uniforme, y viajan a velocidades imprevisibles. Quizá Martial Bourdin atisbaba algo que se parecía remotamente a una idea y que era invisible para Conrad. Al comenzar el siglo XX, la lógica que había en su propósito empezó a aclararse poco a poco.

La Tierra avanzaba a toda velocidad por el espacio. En su superficie, los caballeros consultaban sus relojes de bolsillo.

Era el 31 de diciembre de 1900. La Tierra giraba alrededor del Sol y los minuteros se movían en las esferas de los relojes. Cuando las dos manecillas apuntaran al número 12, significaría que la Tierra, tras desplazarse miles de kilómetros, habría alcanzado la posición requerida en su circuito anual. En aquel momento, comenzaría el siglo XX.

Hay un concepto procedente de la Antigüedad, el concepto de ónfalo. El ónfalo es el centro del mundo o, más exactamente, lo que se creía que era el centro del mundo. En un contexto religioso, el ónfalo era también el punto de contacto entre el cielo y la tierra. A veces se llamaba el ombligo del mundo o Axis Mundi (eje del mundo), y solía representarse físicamente por medio de un objeto como un pilar o una piedra.

El ónfalo es un símbolo universal, común a casi todas las culturas, pero situado en diferentes lugares. Para los antiguos japoneses, era el monte Fuji. Para los sioux, eran las Colinas Negras. Según la mitología griega, Zeus soltó dos águilas para encontrar el centro del mundo. Las aves se situaron sobre Delfos, de modo que este lugar se convirtió en el ónfalo griego. La misma ciudad de Roma era el ónfalo para los romanos, ya que todos los caminos llevaban allí. Más adelante, el centro de los mapas de los cristianos pasaría a ser Jerusalén.

La Nochevieja de 1900, el ónfalo global era el Observatorio Real de Greenwich, al sur de Londres.

El Observatorio Real era un edificio elegante, fundado por Carlos II en 1675 y diseñado originalmente por sir Christopher Wren. En 1900, el mundo se medía a partir de una línea que iba de norte a sur y pasaba por el edificio. Este criterio internacional se había acordado en una conferencia celebrada en Washington dieciséis años atrás, cuando delegados de veinticinco países habían votado a favor de aceptar Greenwich como meridiano principal. Santo Domingo votó en contra y Francia y Brasil se abstuvieron, pero aquel encuentro fue en gran medida una mera formalidad; el 72 por ciento de los navíos del mundo ya usaban cartas marinas en las que Greenwich aparecía como el meridiano de latitud cero, y Estados Unidos ya había establecido un sistema de zonas horarias basado en Greenwich.

Ahí, por lo tanto, estaba el centro del mundo; era una sede de la ciencia que contaba con el patrocinio real. Se hallaba frente al Támesis, en Londres, la capital del mayor imperio de la historia. El siglo XX no empezó hasta que los relojes de ese edificio declararon que había empezado, porque la calibración de dichos relojes estaba basada en la posición de las estrellas que tenía justo arriba. Aquel ónfalo moderno y científico no había dejado de ser un punto de contacto entre el cielo y la tierra.

En la actualidad, al visitar el observatorio, al atardecer o por la noche, se ve el primer meridiano representado por un rayo láser verde que atraviesa el cielo en línea recta. Comienza en el observatorio y marca exactamente la latitud cero. El láser, por supuesto, no existía en 1900. La línea, entonces, era una idea, una proyección mental aplicada al mundo real. Desde allí se extendía hacia el oeste y hacia el este una red de líneas similares, las de longitud, dando la vuelta al globo terráqueo hasta encontrarse en el otro lado y atravesando un conjunto similar de líneas de latitud que partían del ecuador y se extendían hacia el norte y hacia el sur. Esta red mental creaba un sistema universal de zonas horarias y posiciones que cualquiera, en cualquier lugar del planeta, podía emplear.

Durante la Nochevieja de 1900, la gente de distintas ciudades y naciones de todo el mundo se echó a la calle para celebrar la llegada del nuevo siglo. Casi cien años más tarde, las celebraciones que marcaron la entrada en el siguiente milenio tuvieron lugar en la Nochevieja de 1999 en vez de en la de 2000. Es decir, se organizaron un año antes y en una fecha equivocada, pero a muy poca gente le importó. Cuando el personal del Observatorio Real de Greenwich explicó que en realidad el siglo XXI no comenzaría hasta el 1 de enero de 2001, se lo tildó de pedante. Sin embargo, a comienzos del siglo XX el observatorio tenía autoridad, y el mundo organizó su celebración siguiendo sus dictados. Greenwich era un lugar importante. Los miembros de la sociedad victoriana que estaban presentes, por lo tanto, consultaron sus relojes con cierta satisfacción, esperaron a que fuera la hora y presenciaron el nacimiento de una nueva era.

Se trataba, al menos en apariencia, de una era ordenada y estructurada. La imagen del mundo victoriana se apoyaba en cuatro pilares: la monarquía, la Iglesia, el imperio y Newton.

(John Higgs: Historia alternativa del siglo XX, Buenos Aires, Taurus, 2016)

John Higgs es periodista, guionista de televisión y escritor de relatos de ficción –como The Brandy of the Damned o The First Church on the Moon (que firma como JMR Higgs)– y de ensayos –como I Have America Surrounded (biografía de Timothy Leary) o The KLF: Chaos, Magic and the Band who Burned A Million Pound (sobre la mítica banda británica, publicado en España por Walden con el título Caos y magia)–. Su último lanzamiento es la Historia alternativa del siglo XX (Stranger Than We Can Imagine: Making Sense of the 20th Century), libro reseñado en la edición de hoy de El Suplemento Cultural. Ha participado como conferencista en encuentros como The Secret Garden Party, el festival de Brighton o el Port Eliot Literary Festival, entre otros. Colabora habitualmente con publicaciones como The Guardian, The Independent y Mojo. Búscalo en http://jmrhiggs.blogspot.co.uk/

* Escritor y periodista

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