Los bellos genocidios

A partir de cierta escena de una conocida película, Nico Martínez indaga los parentescos entre la política y la estética, y entre el marketing y las formas misteriosas en que se incuban y pervierten los deseos.

"Si bien la dictadura pinochetista logró ser repelida, ¿siguen intactos los valores estéticos que fueron pilares de su hegemonía?" (Fotograma de "No", de Pablo Larraín)
"Si bien la dictadura pinochetista logró ser repelida, ¿siguen intactos los valores estéticos que fueron pilares de su hegemonía?" (Fotograma de "No", de Pablo Larraín)

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«Antes que nada, quería mencionarles que lo que van a ver a continuación está enmarcado dentro del actual contexto social. Nosotros creemos que el país está preparado para una comunicación de esta naturaleza». Repite René Saavedra por tercera vez en la película No, de Pablo Larraín. René, creativo de marketing, utiliza este fraseo en tres momentos específicos durante el filme: primero, cuando expone su propuesta de línea gráfica para la marca de gaseosas que se la encargó; segundo, para la campaña publicitaria de la nueva telenovela de horario estelar; y tercero, para promocionar la campaña del «No» en el plebiscito al que, presionado por organismos internacionales, el régimen dictatorial de Augusto Pinochet somete la posibilidad de candidatarse a un nuevo mandato presidencial que extendería a más de 20 años su permanencia en el poder.

No hay mucho spoiler posible, dado que, al ser una película histórica, ya sabemos cómo termina: la sociedad chilena organizada logra imponerse y gana el «No», impidiendo otra candidatura de Pinochet y dándole fin a 18 años de uno de los regímenes más cruentos de la historia latinoamericana. Hay gritos de algarabía, abrazos y festejos en el búnker del «No», discursos grandilocuentes para los medios, calles rebosantes de personas. Luego de la victoria de la campaña del «No», René vuelve a su acostumbrado trabajo de creativo de marketing. Durante la presentación de su siguiente campaña, René utiliza nuevamente la misma frase con la que dio inicio a la presentación de sus previas campañas, incluyendo la antigenocida. Uno de los últimos fotogramas de la película da pie al presente artículo, y es el fotograma en el que René, luego de volver a repetir la misma muletilla, «Antes que nada quería mencionarles que lo que van a ver a continuación está enmarcado dentro del actual contexto social. Nosotros creemos que el país está preparado para una comunicación de esta naturaleza», queda observando fijamente la pantalla, donde se ven modelos de ropa cara subiendo a un helicóptero para promocionar una telenovela. La mirada de René sospecha. La mirada de Rene sobre la pantalla, luego de repetir exactamente la misma muletilla sobre lo que ayer fue una campaña por un plebiscito antigenocida y hoy fue una campaña para una telenovela, cierra la película dejando abierta una interrogante: si bien la dictadura pinochetista logró ser repelida, ¿siguen intactos los valores estéticos que fueron pilares de su hegemonía?

Gaseosas. Telenovelas. Genocidios. Todos estos fenómenos envueltos en un manto mediático homogeneizador que lograba presentar estos, ehm, productos, en un seductor packaging que los hacía vendibles, ofrecidos a marcas, a consumidores, al mercado en sus góndolas morales, y que se disputaban la atención y la compra de la ciudadanía. Una disputa, no la primera, tampoco la última, por el voto-bait.

Nada nuevo bajo el sol

Quien dice fascismo dice, ante todo, belleza.

Benito Mussolini.

Heinrich Hoffmann fue un fotógrafo profesional alemán. Luego de años de estudio, se unió al Partido Obrero Nacional Socialista, liderado por Adolf Hitler, en 1920, convirtiéndose en su fotógrafo personal. En el libro Hitler y el poder de la estética, de Frederic Spotts, se revelan las numerosas pruebas que hacía Hoffmann con Adolf, que practicaba sus discursos con diferentes luces mientras Hoffmann lo fotografiaba desde diferentes ángulos. Luego de varios experimentos de composición, Hitler concluyó que el mejor momento para dar un discurso era la noche, dada su «fuerza ritual y su intersticio hacia un lugar». En la cosmovisión política de estos fascismos, el arte no es parte de la política, sino que la política es, de por sí, una forma de hacer arte. El ejercicio estético comporta, de tal manera, una ética política, un conjunto de valores que se expresan a través de la carga semántica de las variables que componen el fenómeno expresado.

La perfectibilidad de los cuerpos era uno de los tropos recurrentes de los primeros fascismos. Susan Sontag, en Fascinante fascismo, analiza la obra de Leni Riefenstahl, la cineasta del führer, de su constante orientación referencial al antiguo mundo griego, su arquitectura y cuerpos despampanantes, y de la instrumentalización de estos elementos como propaganda del régimen nacional socialista. El valor que el régimen le daba a la construcción de una narrativa estética era tal que Riefenstahl contaba con un presupuesto propio para cada uno de los discursos de Hitler e inclusive tenía autoridad para proponer construcciones edilicias en ángulos que favorecieran y acentuaran el discurso que estuviera dando el führer.

Para estos actores políticos, la construcción de una narrativa estética sólida y estratégica era determinante a la hora de incubar deseos en los individuos, deseos que solo su ideario político era capaz de satisfacer. ¿Es acaso esto marketing? ¿Es acaso esto manipulación? ¿Es acaso esto política? ¿Son acaso todos estos conceptos excluyentes? «Las masas no fueron engañadas», decían Deleuze y Guattari, «las masas desearon el fascismo, y esto es lo que hay que explicar, esta perversión del deseo gregario».

Pero nada de esto es nuevo, y simplemente estoy repitiendo condimentos rudimentarios para acentuar un elemento clave a la hora de construir hegemonía política: la narrativa estética.

La batalla por el imaginario

En el libro Los espantos. Estética y postdictadura, Silvia Schwarzböck, filósofa argentina, desarrolla diferentes líneas de pensamiento que sirven para pensar la contemporaneidad tanto de Argentina como de lo que le rodea. Una de esas líneas establece que el comunismo, previo a la caída de la Unión Soviética en 1989, era un ismo político que disputaba un imaginario político con el capitalismo, un horizonte posible hacia el cual la humanidad podría dirigirse, una, ética y estéticamente. Este horizonte fue derrotado, en el plano económico, militar, cultural y político. La maquinaria capitalista se encargó, sistemáticamente, de erosionar cada una de sus expresiones e hizo popcorn de sus virutas. Hoy, el modo de vida deseable es un modelo incubado por los valores del mercado. Según Silvia Schwarzböck, la batalla vitalista la ganó la derecha, y hoy la vida deseable es una con el mayor ejercicio posible de valores vinculados al imaginario promovido por la dinámica del mercado. La vida de derecha, una vida donde los máximos valores están anclados en el individualismo, el hedonismo, el goce superficial, la ostentación y el placer instantáneo (1).

Esto es lo que observaba René, el publicista, en el televisor, luego de presentar su siguiente campaña de marketing, en la película No, de Pablo Larraín. Tal vez el pueblo había logrado sacarse de encima al dictador, pero los viejos valores estéticos y éticos que comportaban una propuesta política muchas veces supremacista seguían intactos, incólumes, aun después del cambio de régimen. En ese imaginario diseñado, en ese enorme órgano deseante que fue incubado por el Ministerio del Deseo por obra y designio de algún poder económico y político de turno, late una arteria fascistizante que vitaliza la voluntad de impugnación del otro.

Es momento, quizá, de preguntarse, en un mundo donde vemos emerger victoriosos a proyectos reivindicadores de genocidas, como los de Bolsonaro en Brasil, Milei en Argentina y Kast en Chile, qué valores éticos y estéticos comparten estos proyectos y cuántos de estos valores son transversales a los consumos culturales que hoy en día se viralizan en redes sociales y medios masivos. Varios de estos actores políticos hicieron un tránsito de diferentes sectores del ámbito privado o mediático a la vida política, habiendo sido legitimados, primeramente, por un filtro ético y estético del conjunto de la población que los aupó. Desde los concursos de belleza y lucha libre organizados por Trump hasta los arrebatos de violencia y voluntad de humillación (sin respaldo bibliográfico) de Milei, pasando por los insultos ultramisóginos de Bolsonaro y la reivindicación del autoritarismo elitista pinochetista de Kast, etc., tal vez sea momento de tomar en serio lo que Deleuze y Guattari ya enunciaron: «no, las masas no fueron engañadas, ellas desearon el fascismo en determinado momento, en determinadas circunstancias, y esto es lo que precisa explicación, esta perversión del deseo gregario» (2).

Tal vez sea momento de preguntarnos qué estrategias políticas podrían generar la posibilidad de no ser gobernados por la dinámica neoliberal de la mercancía. Tal vez sea momento de aceptar que al señalamiento «Pero son fascistas», hay una creciente población cuya respuesta es, o «¿Y a mí qué?» o, peor, «Exactamente». Tal vez sea momento de pensar cómo fue incubado ese deseo y cómo proponer alternativas vitalistas. De aceptar que tal vez la gente lucha, y lucha mucho, y lucha más de lo que creemos, y lucha por su derecho: lucha por el derecho a ser de derecha. Y que una forma de luchar por ese derecho a ser de derecha es aportar un voto a algún bello genocidio.

Notas

(1) Cabe destacar, con la intención de no pecar de sesgo ideológico, que el concepto de «vida de derecha», entendida como una vida fundada en valores vinculados al imaginario promovido por la dinámica del mercado, donde el deseo se resuelve exclusivamente dentro de los límites del consumo, se refiere al modo de vida general en nuestras sociedades, no a un modo de vida propio solamente de las personas que adscriben políticamente a la derecha, ya que nada existe por fuera de la dinámica de la mercancía. Este comentario podría implicar todo un nuevo artículo.

(2) Deleuze, G., y Guattari, F. (1973). El Anti Edipo. Capitalismo y esquizofrenia. Barcelona, Barral, p. 36.

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