La bala que cambió la historia

El magnicidio que costó la vida del presidente Juan Bautista Gill fue uno de los hechos más impactantes de la posguerra de la Triple Alianza. Fue el corolario del afán de sacudirse de los yugos que sometieron a la República después del dramático lustro que soportó el país frente a tres poderosos adversarios. Fue también, el punto de arranque de otros luctuosos sucesos, como la masacre de la cárcel pública y el asesinato del expresidente Rivarola.

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El 12 de abril de 1877, a eso de las 10 de la mañana, el presidente Juan Bautista Gill García del Barrio salió de su casa para dirigirse a su despacho, ubicado en la planta baja de la casa de gobierno, que entonces funcionaba en el añejo edificio que después fue sede del Poder Legislativo, hoy convertido en un museo acorralado, con más apariencia de vedado búnker que centro de cultura. Pero esa es otra historia.
Aquel luctuoso suceso ensangrentó no solo la calle asunceña, sino repercutió hondamente en la política paraguaya, con su cuota de sacrificio estéril de valiosas vidas.
Habíamos dicho que el 12 de abril de 1877, a las 10 de la mañana, el presidente Gill se dirigía a su despacho, en compañía de sus edecanes, los capitanes Silvestre Esquivel y Mateo Bentos. Había salido de su casa ubicada en la actual calle 25 de Mayo y Yegros, bajando por esta hasta la actual Eligio Ayala, siguiendo por esta. Cuando estaba llegando a la intersección de la calle Independencia Nacional, pasó frente a la casa del vicepresidente Higinio Uriarte García del Barrio, su primo. En ese momento, doña Etelvina Velilla de Uriarte, esposa del vicepresidente, hablándole desde una ventana de su casa, le advirtió que, calle de por medio, en la mansión que perteneció al general Vicente Barrios, había visto movimientos extraños de personas y que se cuidara.

El magnicidio

En instantes más, se iba a concretar un crimen minuciosamente preparado.
La reconstrucción nacional comenzaba entre los actos sangrientos de dos dramas: la presencia de ejércitos invasores de la Alianza y la anarquía política. Los periódicos semejaban más calderas que prensa. Conspiraciones, combates.
En ese ambiente, uno de los protagonistas de aquellos aciagos días, don Juansilvano Godoi, trama una conspiración sobre la base de la muerte del presidente de la República, combinada con un levantamiento popular en las cordilleras. Como escribió Justo Pastor Benítez, "confía la rectificación de la política nacional a una escopeta". No sospecha que ese escopetazo se proyectará a la posterior masacre de presos políticos y abogados, y el asesinato de uno de sus aliados, el expresidente Rivarola.
Los conjurados habían exigido que Juansilvano Godoi se alejara de la capital días antes, para evitar que "una inteligencia, que debía ser útil a la patria, se arriesgara en el hecho". Volverá al país después de 18 años de exilio.
El ambiente político estaba bastante enrarecido. Poco antes, víctimas de las rencillas políticas, habían caído muertos Fulgencio Miltos, el diputado Concha, el general Germán Serrano.

Habíamos dicho que el presidente había sido advertido poco antes de cruzar la calle Independencia Nacional, rumbo a su despacho, de que algo se tramaba calle de por medio.
En la intersección de la calle Independencia Nacional con la entonces llamada Villa Rica (Presidente Franco), esta tiene un ángulo que impide la visual, por lo que el presidente no pudo ver nada de lo que le había advertido la matrona.
Siguió de largo, cruzó Independencia Nacional, siempre sobre la misma acera norte, cuando de repente, le salió al paso Nicanor Godoy, armado de una escopeta de dos caños y le hizo fuego a quemarropa, hiriéndolo mortalmente.
Sus edecanes no pudieron hacer nada y solo se les ocurrió correr hacia la policía, lo que fue aprovechado por Godoy para huir hacia la estación de ferrocarril, montando el caballo de uno de ellos, seguido de José Dolores Molas, Mariano Galeano y José D. Franco, sus cómplices, que estaban apostados en las cercanías.

Molas llevaba en las ancas de su caballo a Galeano. Ya cerca de la estación, el caballo corcoveó, tirando a ambos al suelo. Allí intervino un sargento de apellido Ríos, quien fue agresivamente rechazado por Molas, por lo que aquel le hirió de un sablazo en la cabeza. En ese momento intervinieron Matías Goiburú y Juan Regúnega, también complotados, ayudándolos a huir hacia Campo Grande, para dirigirse hacia Pirayú y Barrero Guasú (ciudad de Eusebio Ayala), donde les aguardaba el expresidente Cirilo Antonio Rivarola, con gente armada, para volver sobre Asunción. En sus alforjas llevaba miles de boletines de una proclama al pueblo, impresa días antes y firmada por Goiburú y Molas.

La rauda huida

El grupo siguió el camino de Manorá, actual avenida España y cuando ya se iba acercando a Campo Grande, por pura casualidad se encontraron en el camino con Emilio Gill, hermano del asesinado presidente, quien tenía un establecimiento en esa zona. Gill venía acompañado de dos personas.
A la voz de "¡Ríndase, general!", Emilio Gill respondió: "me rindo, me rindo, me rindo...". No le valió de gran cosa, porque inmediatamente fue herido de tres balazos, uno de ellos disparados por Goiburú. Ya en tierra, fue degollado por Juan Regúnega, quien le cortó una oreja, por orden de Goiburú, quien le habría dicho: "córtele una oreja en pago de lo que le hizo a su padre el general Serrano". Matías Goiburú ató la oreja seccionada de Gill al extremo de su látigo y se la llevó.
En la huida, ya en Yuquyry, Goiburú, quien tenía fama de buen jinete, al cruzar el arroyo, cayó de su caballo y se fracturó una clavícula. Pese al contratiempo, el grupo siguió camino.
El 14 de abril, a cuarenta y ocho horas del magnicidio, Regúnega llegó a Barrero Guasú, llevando una carta de Goiburú y Molas para Rivarola, además de la oreja de Gill. Una vez enterado de la noticia, Cirilo Antonio Rivarola, al frente de unos 400 hombres armados, que tenía ya reunidos, se dirigió hacia Pirayú, para seguir hacia Asunción. Pero allí ya lo estaban esperando los generales Patricio Escobar e Ignacio Genes al mando de tropas gubernistas. El 17 de abril, a eso de las 16, ambas fuerzas se encontraron, desarrollándose una breve escaramuza de la que resultaron derrotadas las tropas de Rivarola, cuyos hombres huyeron en desbandada, protegidos por la oscuridad.
Según los diarios de la época, los adictos de Rivarola, cada vez que se oía el silbato de alguna locomotora llegando a la estación, divulgaban el rumor de "oguahema revolucionario", provocando el desbande general a la voz de ¡sálvese quien pueda!

Fracaso y prisión de complotados

Sin embargo, pronto llegó la noticia de la derrota de Rivarola. Pocos días después, comenzaban a aparecer noticias sobre la captura de alguno de los complotados: el 16 de abril, Mariano Galeano fue capturado cuando intentaba cruzar a Villa Occidental (Villa Hayes).
El 21 de abril, una circular del Ministerio del Interior -poco después del magnicidio había asumido la primera magistratura el vicepresidente Uriarte-, daba cuenta de la captura de José Dolores Molas en Zevallos-cue, en una fábrica de ladrillos donde se había refugiado. Se lo encontró gracias a la denuncia de una mujer que había cobrado una gratificación por su delación. El gobierno había ofrecido mil pesos oro a los que aprehendieran o denunciaran a los magnicidas.

Según los diarios, Molas estaba en calzoncillos y camisilla, sucio y con una herida agusanada en la cabeza -del sablazo propinado por el sargento Ríos. Estaba semienloquecido por la debilidad, por la sangre que había perdido y por el estado de la herida. No opuso ninguna resistencia cuando fue sorprendido y apresado.
El 22 de abril, Matías Goiburú, en momentos en que cruzaba una picada para pasar del monte en que estaba a otro, fue sorprendido por una patrulla policial en los alrededores de Valenzuela. Cuando se le ordenó entregarse, trató de huir, por lo que la policía hizo fuego hiriéndolo fatalmente. Fue enterrado en el mismo sitio en que se lo mató.
Otro prófugo, Pedro Antonio Báez, fue apresado herido, cuando intentaba pasar el río hacia la Argentina. Estaba en compañía de dos personas. Al no obedecer la voz de "alto" de la patrulla de recorrida de la costa del río, se le hizo fuego; herido en el muslo, murió al día siguiente a consecuencia de ello.

El 1 de mayo de 1877, Juan Regúnega fue capturado en Villa del Rosario, herido de una bala en la cabeza. El 7 de mayo fue capturado José D. Franco, en Yabebyry, adonde había llegado con la intención de refugiarse en Corrientes.
Por su parte, el principal asesino, Nicanor Godoy, se escondió en Isla Valle, Areguá, de donde pasó a Itá y de allí, volvió -de incógnito- a Asunción. El 22 llegó a Zevallos-cue disfrazado de mujer y con una damajuana sobre la cabeza. Esperó en la orilla del río hasta que llegara un bote en que viajaba una sirvienta suya que, engañando al canoero, le hizo creer que iban a buscar de Villa Occidental a un enfermo. A los llamados de la "mujer" de la orilla, el bote se aproximó, lo que fue aprovechado por la sirvienta para bajar a tierra y por Godoy para subir al mismo, revólver en mano, ordenando al botero a que lo llevara hasta la boca del río Confuso.

Días después, envuelto en los velámenes de una goleta que conducía madera a la Argentina, pasó por Asunción sin que se lo descubriera. Llegó a Corrientes, donde unos años después protagonizó un sonado caso: el asalto a mano armada de la sucursal del Banco de la Nación.
Treinta meses después, el caso tuvo un sangriento final, con el aleve y cobarde asesinato de los procesados, en una masacre producida en la cárcel pública, juntamente con el abogado defensor, doctor Facundo Machaín.

Antecedentes de un drama

Al final de la guerra contra la tríplice, los gobiernos que se formaron eran prácticamente prisioneros de las potencias triunfantes -la República Argentina y el Imperio del Brasil-. En un momento dado, las fuerzas invasoras argentinas se instalaron en la Villa Occidental, haciendo acto de presencia en el territorio chaqueño, pretendido por ese país.
Por su parte, las fuerzas invasoras brasileñas se quedaron en Asunción y tenían prácticamente prisionero al gobierno paraguayo.
En Asunción, desde el 1 de enero de 1869 se venía viviendo un ambiente enrarecido por la sorda batalla entre las dos potencias por imponer su hegemonía en el país. El gobierno del presidente Juan Bautista Gill, según don Sinforiano Alcorta, testigo de aquellos sucesos, "estaba a pensión de la diplomacia brasileña. Era propiedad del Imperio, que lo custodiaba con un ejército de cinco mil soldados y una escuadrilla de acorazados".
El gobierno argentino, cada tanto, enviaba a sus más hábiles diplomáticos para tratar de revertir esa situación. El doctor Dardo Rocha fue uno de ellos.
"Superando dificultades serias -escribió Alcorta- el Dr. Rocha, vigilado rigurosamente desde su llegada (por los brasileños), inició trabajos de consideración que dieron por resultado la desocupación del territorio por las fuerzas brasileñas (...).
"Al fin, después de un baile, entre tres a cuatro de la mañana, durante la cena, logró tener una conferencia con Gill, a puerta cerrada y sin testigos.
"Lo que se debatió en ella, continúa en secreto para los anales diplomáticos, secreto que llevó al sepulcro el malogrado Presidente. Mas es fuera de discusión que, en esa controversia, se trajo a tela de juicio vitales intereses de la República vecina (el Paraguay) su existencia futura como nación independiente, a la par que se encontró el medio de satisfacer la sed insaciable de oro y predominio del sórdido mandatario".
Poco tiempo después, dice "el Banco Nacional (argentino) efectuaba un generoso empréstito al Gobierno del Paraguay, y que ingresó íntegramente en la caja privada de don Juan Bautista Gill".
Las negociaciones fueron complementadas por las gestiones del doctor Manuel Derqui y el resultado fue que el presidente Gill consiguió que en junio de 1876, las fuerzas invasoras brasileñas se retiraran del Paraguay.
Advertido el Imperio brasileño del ardid, habría tramado la manera de vengarse del mandatario, prohijando el complot durante el cual fue asesinado.
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