El caudillo José Gill

Las guerras dispersan a las familias, y más cuanto más numerosas. Como hizo con la mía la Guerra de la Sed, que cubrió todo el Chaco. Los hombres partieron a cumplir con su deber y mi abuelo impuso su autoridad y decidió que su vieja casona fuera cobijo de las esposas e hijos de estos.

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Esto se mantuvo después de la guerra. Los sábados, la reunión duraba desde el almuerzo hasta el amanecer. Al atardecer se sumaban otros amigos, como el doctor Ricardo Odriosola, concuñado y compadre de mi abuelo, para intercambiar un frondoso anecdotario tanto de la guerra como de antiguos episodios políticos.

Viejas historias del fin de la contienda de la Triple Alianza. Relatos que se nos habían quedado grabados por nuestra bisabuela, doña Petrona Iglesias, boyera de quince años de la carreta familiar que marchaba a la residenta y madre de las esposas de los compadres ahí reunidos. Recuerdos de las penurias de los políticos colorados en Fortín Galpón. La tétrica historia de una orquesta formada por orden del comandante del campo de concentración, y de don Pastor Filártiga, jefe colorado allí recluido, dirigiéndola por ser un virtuoso del violín. Episodios de antiguos adversarios políticos de otros partidos, como Albino Jara o el general Ferreira, y de colorados disidentes, como los generales Bernardino Caballero y Patricio Escobar.

Y entre todos, aunque nunca hubiera tenido ningún puesto gubernativo, el inolvidable José Gill.

Pudo haber brillado en algún cargo importante del Gobierno, pero nunca le interesó ningún tipo de mando. Rebelde por naturaleza, cuando las autoridades no siguieron la conducta que él se había trazado en su decálogo vital, no vaciló en alzarse contra ellas aunque fueran de su partido.

Pudo haber pertenecido a la alta sociedad por la sangre paterna, y por momentos los salones lo vieron, elegante, conducir danzas y contradanzas, cuadrillas, el Londón Karape y los valses europeos traídos en tiempos del Mariscal López por la dama de su afecto, Madame Lynch, al hermoso Club Nacional de la calle Palma.

Pudo haber recorrido las calles asuncenas en un landó de cuatro caballos de idéntico pelaje o en las carrozas de uso obligatorio en la high. Pero prefirió montar caballos briosos, ora con monturas inglesas que ayudaban al garbo en la equitación, ora con mullidos aperos de gruesa lana de San Miguel de las Misiones, con los cuales las horas eran pocas para galopar al frente de huestes siempre rebeldes y valerosas en su disconformidad.

Si hubiera llegado al mundo unos siglos atrás, habría sido para defender sus principios o el honor de una dama. Hubiera sido una suerte de Campeador, «el que en buen hora ciñó espada». O, tiempo después, por amor al peligro, podría haber profesado el arte del anónimo torero del que, «cuando cruzó la pajiza arena», dejó escrito García Lorca en Mariana Pineda, «parecía que la tarde se ponía más morena», pues «Ni Pepe-Hillo ni nadie toreó como él torea». O quizá, años después, podría haber gastado su coraje como Manolete, que, herido de muerte en un ruedo, hizo que el público de todos los tendidos se golpeara el pecho reconociendo su culpa porque «en cada corrida le estaban pidiendo más». Pero su modo cívico de vivir le hacía encarar el peligro solo en defensa de sus convicciones y su concepto del honor, y no como deporte.

Vivió crispado de pasiones y solo le interesó satisfacer su inconformismo innato. Siempre estuvo seguro de que su adversario era el oficialismo, y su pañuelo rojo y su bandera, que era la de los de abajo, le inspiraban cargas plenas de prestancia, siempre con una sonrisa de encendido humor en los labios, como burlándose del adverso y hasta de la propia muerte.

Tenía un raro don de ubicuidad. Nunca se supo cuál era el viento de su galope, y muchas aldeas lo vieron pasar, brioso y pujante, arrancando chispas por los pedregales y caminos de una patria que nunca puso límites a su audacia. Su carácter le ganó la confianza de la ciudadanía, el respeto de quienes lo acompañaban en sus patriadas y el cariño sin medida de las damas, que lo amaban en silencio, pues era el amor de todas por su trato respetuoso que excluía la violencia como medio de conquista. En este, como en todos los aspectos de su vida, fue leyenda. Quizá por eso cuentan que su madre, cuando supo que estaba combatiendo en el Sur, decía que su hijo José estaba, con sus huestes, a punto de conquistar Ka’i Puente, Encarnación, Posadas, Formosa y Corrientes, y que a una hija que trató de corregirla: «Pero mamá, Formosa ha Corrientes ko ya Argentínama», le respondió con absoluta confianza: «¡Openáne, José!» Solo nuestras madres saben hasta dónde pueden llegar nuestro valor y nuestra audacia.

José Gill tenía, desde luego, un profundo respeto y cariño por su progenitora, y de allí la intima relación de su espíritu en el trato con el otro sexo. Por eso, creo que mienten los que dicen que ante el rumor de su galope por los pueblos las viejas se santiguaban y las doncellas entraban presurosamente a refugios preservadores. Digo que mienten porque no se conoce que ninguna haya sido molestada; nuestro caudillo más bien dejaba admiración y cariño a su paso, y el único calificativo que le cabe es el de rebelde, pero nunca el de bárbaro. Jamás empañó su caballerosidad con barro.

Jamás temió la derrota. A ningún golpe del adverso, por doloroso que fuera, respondió con bajeza. Sus respuestas, por el contrario, le atraían más respeto y simpatía, pues eran siempre graciosas y llenas de simpatía, y, por supuesto, siempre animadas por la burla del enemigo, cuanto más bravo, mejor.

Su dominio del guaraní le permitió dejar a su paso una serie de dichos populares o ñe’enga nacidos de su ingenio: en medio de un combate se detuvo en una casa modesta pidiendo que les dieran de beber a su caballo y a él mismo; cuando le llegó el turno y le alcanzaron el agua helada de un pozo en un jarro enlozado de color azul, soltó una frase recordada para siempre: «Jahavaivénte jahávo, ko´ãga jay´úma jarro hovýpe», y, tras un largo trago, montó de un salto y con su consabida carcajada se alejó galopando hacia quién sabe dónde.

Su gracejo siempre le permitía burlas rápidas como respuesta y la aceptación entre risas del consabido ryguasu ka´ê con que era homenajeado espontáneamente en hogares de amigos y en bien servidas mesas, menester que cumplían las niñas de la casa.

El Quijote de nuestra política no podía desplazarse sin un Rocinante por los campos de la Mancha paraguaya, que, como ya se recordó, no solo alcanzaba todo el territorio nacional, sino que ponía en peligro los territorios ajenos. Su cabalgadura, Esparta, estaba siempre presta para el ataque atrevido que dispersara al enemigo o para la retirada prudente que protegiera a la tropa.

El coronel Albino Jara fue su adversario en los campos de batalla en un torneo permanente de valor y reputaciones. El jefe liberal también dejó su ñe’ênga : cuando se oía tronar, el pueblo se preguntaba «¿Ára terãpa Jara?», confundido por el sonido de los cañones y las deflagraciones propias de algún meteoro natural.

Pero José Gill podía usar con justicia el apelativo de aquel célebre personaje de épocas muy anteriores, Bayardo, «el caballero sin miedo y sin tacha», mientras que su adversario cargaba un comportamiento «sentimental» menos honroso.

Con el tiempo he descubierto qué me hizo admirar a don José Gill. Son dotes personales de este rebelde que en los frecuentes insomnios de mi ya larga vida pasan a galope nocturno en los recuerdos: mi héroe me obsequió para la imitación su valor sin límites, su rebeldía impenitente y su respeto por el sexo opuesto, desde el que tenía por su madre hasta el que mostraba por la más humilde y bella damisela del interior, de las muchas que le admiraron y a las que él supo cortejar sin buscar de una sola ni siquiera una sonrisa otorgada contra su voluntad.

Hoy, después de su vivir agitado, siempre el más valeroso, siempre el dueño de la gracia y de la carcajada, José Gill surcará mundos lejanos con su andar predilecto, el galope tendido, ante el asombro de otros valientes que ven recorrer nubes y astros al que fue Campeador de llanuras y cerros. Posiblemente, de ese público de inmortales alguien lo saludará a su paso con un fuerte y prolongado «¡Piiiiiiiiiipuuuuu!», y el responderá con su habitual carcajada y cuidando de su elegancia al ajustarse al cuello el pañuelo carmesí, mientras sus espuelas azuzan a Esparta para seguir galopando, siempre adelante, siempre veloz, siempre en busca de lo mejor para esta tierra que amó.

aencinamarin@hotmail.com

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