Esta es la diferencia entre inteligencia artificial, machine learning y deep learning

Inteligencia artificial.Shutterstock

En los últimos años, las palabras “inteligencia artificial”, “machine learning” y “deep learning” se han colado en conversaciones cotidianas, anuncios de celulares, campañas políticas y presentaciones de empresas. A menudo se usan como si fueran sinónimos, pero no lo son. Entender qué significa cada término ayuda a distinguir el marketing tecnológico de los avances reales.

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Tres conceptos, una misma familia

La forma más sencilla de ver la relación entre estos tres conceptos es imaginar tres círculos concéntricos.

En el círculo más grande está la inteligencia artificial (IA): una disciplina amplia que busca que las máquinas realicen tareas que, si las hiciera un humano, consideraríamos que requieren inteligencia.

Dentro de ese círculo se encuentra el machine learning o aprendizaje automático: técnicas que permiten a las máquinas aprender a partir de datos, sin que haya que programar cada instrucción al detalle.

Y, a su vez, dentro del machine learning está el deep learning o aprendizaje profundo: un tipo específico de aprendizaje automático basado en redes neuronales con muchas capas, inspirado de forma muy aproximada en el funcionamiento del cerebro.

Es decir: toda aplicación de deep learning es machine learning, y toda aplicación de machine learning es inteligencia artificial, pero no toda IA usa machine learning ni todo machine learning es deep learning.

¿Qué es exactamente la inteligencia artificial?

La inteligencia artificial es el paraguas más general. El término se empezó a usar en la década de 1950 y, desde entonces, ha abarcado múltiples enfoques para conseguir que máquinas, programas o sistemas tomen decisiones, resuelvan problemas o interactúen con su entorno.

Durante buena parte de su historia, la IA se desarrolló sin grandes cantidades de datos, apoyándose en reglas explícitas definidas por personas. Un ejemplo clásico son los sistemas expertos: programas que imitan la forma de razonar de especialistas humanos mediante una batería de “si pasa A y B, entonces haz C”.

En ese enfoque, el conocimiento se introduce a mano. Por ejemplo, un sistema para asesorar diagnósticos médicos podría incluir reglas como: “si el paciente tiene fiebre alta, tos persistente y dificultad para respirar, entonces considerar una infección respiratoria grave”. El programa no “aprende” de nuevos casos; solo aplica lo que ya está escrito.

Otros campos tradicionales de la IA son la planificación (hacer que un sistema decida la mejor secuencia de acciones para lograr un objetivo), la robótica, los juegos (como el ajedrez o el Go) y el procesamiento del lenguaje natural en sus primeras etapas.

El punto clave es este: en la IA clásica, los humanos deciden explícitamente qué reglas sigue el sistema.

De reglas fijas a sistemas que aprenden: el machine learning

El machine learning surge precisamente cuando esa forma de trabajar se queda corta. En muchas tareas, definir a mano todas las reglas posibles es prácticamente imposible. ¿Cómo escribir reglas para reconocer caras en fotos? ¿Cómo anticipar qué clientes van a dejar un servicio sin analizar miles de patrones de comportamiento?

El aprendizaje automático cambia el enfoque. En lugar de decirle a la máquina “si ves esto, haz esto otro”, se le dan ejemplos y se le pide que encuentre por sí misma los patrones.

Un ejemplo cotidiano es el filtro de spam del correo electrónico. Nadie programa a mano todas las combinaciones de palabras sospechosas. En cambio, se alimenta al sistema con miles de correos marcados como “spam” y “no spam”, y el modelo aprende qué características son más frecuentes en unos y otros: remitentes, expresiones, estructuras de frase, enlaces.

Algo parecido ocurre en la recomendación de contenidos en plataformas de vídeo o música: el sistema observa qué ve o escucha cada usuario, qué suelen consumir personas con gustos parecidos, y a partir de esos datos estima qué podría interesarle a cada perfil.

La idea central del machine learning es que el rendimiento del sistema mejora a medida que ve más datos y se ajusta mejor a ellos. Se parece más al aprendizaje humano: probamos, nos equivocamos, comparamos con la realidad y corregimos.

El salto del <i>machine learning</i> al <i>deep learning</i>

El deep learning es una rama dentro del machine learning que ha disparado muchos de los avances recientes que hoy asociamos con “la IA”: sistemas capaces de reconocer imágenes con gran precisión, asistentes de voz que entienden órdenes complejas o modelos que generan texto coherente.

Su base técnica son las redes neuronales profundas, llamadas así porque están formadas por muchas capas de “neuronas” artificiales. Cada “neurona” es una pequeña unidad de cálculo que transforma una entrada numérica en una salida, y las capas sucesivas van construyendo representaciones cada vez más abstractas de los datos.

En una red que reconoce imágenes, las primeras capas pueden aprender a detectar bordes y líneas, capas intermedias formas simples como círculos o esquinas, y las últimas combinan esas formas hasta identificar objetos completos: ruedas, faros, matrículas, y finalmente “un coche”.

La profundidad —tener muchas capas— permite a estas redes aprender relaciones muy complejas y extraer por sí mismas las características relevantes de los datos.

Esa es una de las grandes diferencias frente a otros métodos de machine learning, en los que a menudo las personas deben decidir qué “rasgos” de los datos alimentar al modelo (por ejemplo, en una foto: color, textura media, brillo…).

El deep learning ha resultado especialmente eficaz en tareas como:

  • Reconocimiento de imágenes y vídeo.
  • Reconocimiento y síntesis de voz.
  • Traducción automática.
  • Modelos de lenguaje capaces de redactar textos o mantener conversaciones.

Sin embargo, sus éxitos tienen un coste: suele necesitar enormes cantidades de datos, gran capacidad de cálculo y un consumo energético significativo.

Un ejemplo práctico: fotos, etiquetas y distintos enfoques

Para ver con claridad la diferencia entre los tres conceptos, sirve un mismo ejemplo: clasificar fotos de animales.

Un enfoque clásico de IA podría consistir en programar reglas del tipo: “si tiene hocico alargado, cuatro patas y cola curva, puede ser un perro”. Ingenieros y expertos en animales irían definiendo condiciones y excepciones. El sistema funcionaría razonablemente bien en casos sencillos, pero fallaría con ángulos extraños, razas poco habituales o fotos borrosas.

Con machine learning, el planteamiento cambia: se recopilan decenas de miles de fotos ya etiquetadas como “perro”, “gato”, “caballo”, etcétera. Se extraen ciertas características (como la distribución de colores o algunas medidas geométricas), y se entrena un modelo para que encuentre las combinaciones que mejor separan unas categorías de otras. El sistema ya no depende de reglas escritas a mano, sino de patrones aprendidos.

Con deep learning, el proceso da otro paso. No hace falta diseñar a mano qué características de las fotos se usarán. Se alimentan las imágenes directamente (como matrices de píxeles) a una red neuronal profunda que, durante el entrenamiento, aprende por sí sola qué detalles son relevantes para distinguir cada animal. En la práctica, este enfoque suele superar en precisión a otros métodos, siempre que se disponga de suficientes datos y potencia de cómputo.

¿Por qué ahora se habla tanto de deep learning?

Aunque las redes neuronales existen desde hace décadas, solo en los últimos 10–15 años se han combinado varios factores que explican el auge actual:

  • Abundancia de datos digitales: fotos, vídeos, textos y registros de casi cualquier actividad.
  • Aumento de la potencia de cálculo, especialmente con el uso de tarjetas gráficas (GPU) y centros de datos.
  • Avances en algoritmos y arquitecturas de redes neuronales, que han mejorado su eficacia y estabilidad.

Ese cóctel ha propiciado hitos mediáticos: máquinas que superan a campeones de Go, sistemas de conducción asistida capaces de interpretar el entorno, herramientas que generan imágenes a partir de descripciones de texto o modelos conversacionales avanzados.

Como consecuencia, parte del discurso público ha empezado a identificar “IA” casi exclusivamente con deep learning, cuando en realidad es solo una de las técnicas dentro de un campo mucho más amplio.

¿En qué se traducen estas diferencias en la vida cotidiana?

Para el usuario final, la distinción puede parecer académica, pero tiene efectos prácticos.

Si una empresa anuncia que usa “inteligencia artificial”, eso puede significar desde un sistema de reglas relativamente simple hasta modelos de deep learning muy sofisticados. No saber de qué se habla dificulta evaluar riesgos, sesgos potenciales o límites reales de la tecnología.

También influye en el tipo de problemas que se pueden abordar y en los recursos necesarios. Aplicar deep learning a un proyecto pequeño, sin apenas datos, suele ser una mala idea: otros métodos de machine learning o incluso reglas simples pueden ser más eficaces y transparentes. A la inversa, pretender resolver con reglas a mano tareas como la transcripción automática de voz conduce rápidamente a cuellos de botella.

Entender la jerarquía —IA, machine learning, deep learning— no convierte a nadie en ingeniero, pero da herramientas para hacer preguntas más precisas: ¿qué tipo de modelo se usa?, ¿se entrena con datos propios o de terceros?, ¿puede explicar sus decisiones?, ¿cómo se corrigen sus errores?

Una brújula sencilla para no perderse en la jerga

Resumido al máximo, se puede pensar así:

  • Inteligencia artificial es el objetivo general: que las máquinas hagan tareas inteligentes.
  • Machine learning es la estrategia: en lugar de programar todo, dejar que el sistema aprenda de datos.
  • Deep learning es una técnica concreta, muy poderosa, dentro del machine learning, basada en redes neuronales profundas.

En un contexto donde el término “IA” se ha convertido casi en eslogan, distinguir estos matices es un primer paso para separarse del ruido y acercarse a lo que realmente está ocurriendo detrás de la pantalla.

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