Costa-Gavras en el recuerdo y un aviso de alerta para el presente

Desde octubre, a la letal escalada de la violencia bélica en la Franja de Gaza vemos sumarse otra forma de violencia, la de la difamación y la censura de las voces que osan expresar su solidaridad con la población civil víctima de los bombardeos y del asedio, denuncia este artículo de Manuel Pérez.

"Conversando sobre los orígenes del conflicto, recordé aquel film poco conocido de Costa-Gavras..."
"Conversando sobre los orígenes del conflicto, recordé aquel film poco conocido de Costa-Gavras..."

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–El acusado no es ciudadano de este país. No es ciudadano de ningún país. De hecho, ni siquiera sabemos quién es.

–Entonces quizás no exista en absoluto…

Hanna K., 1983.

Enciendo la televisión temprano por la mañana intentando despabilarme antes de salir al trabajo. En el noticiero, un estridente periodista vociferaba contra «los nazis de la extrema izquierda (sic) que organizan protestas en las universidades» (sic). E insistía:

¡Son antisemitas! ¡Son antisemitas! ¡Son nazis! Alguna vez tendremos que ponernos a discutir qué estamos dispuestos a tolerar y qué no en el mundo libre.

Obviamente, tanta grandilocuencia consiguió captar mi atención, así que levanté la vista hacia el televisor. El problema, estimado lector, eran las imágenes que se proporcionaban para corroborar la denuncia: así, podían verse grupos de estudiantes congregados en algún campus levantando carteles que rezaban «Fin de la ocupación ilegal», «Paren los bombardeos».

Ahora bien, al menos yo no recuerdo que ninguna de esas consignas formara parte de los slogans de campaña del NSDAP durante las elecciones de 1932 que catapultaron al Führer al poder. Lamentablemente, ninguno de sus colegas presentes en el estudio pareció percatarse de ese sutil desfasaje entre lo que se vociferaba y lo que se mostraba.

Otro tanto sucedió esa misma semana: «Los grupos terroristas no cesan con su oleada de muerte y violencia en Medio Oriente». Esta vez las imágenes registraban un escenario casi cinematográfico, un hospital infantil en Gaza había quedado reducido a escombros con más de 500 víctimas después de los bombardeos de la Fuerza Aérea israelí. ¿El argumento? «Desactivar los núcleos terroristas allí infiltrados» (1). Nuevamente el desfasaje.

Y no me malentienda, estimado lector. Quien escribe estas líneas es perfectamente consciente de lo que representan Hamás, Hizbulá o el gobierno de la República Islámica de Irán. Uno se hace cargo y es perfectamente consciente de que, de vivir en Gaza, en su calidad de homosexual, agnóstico y socialista (y tantos otros epítetos que podríamos añadir), de seguro sería gentilmente invitado a abandonar el territorio, o, sencillamente, sería objeto de soluciones más expeditivas por parte del grupo clerical que controla la Franja.

¿Son condenables los secuestros de 200 ciudadanos israelíes y el asesinato de otros 1400 por parte de la organización armada? Desde ya. ¿Pero por qué no operamos con el mismo nivel de certeza con los ya 10 mil masacrados en Gaza, con las decenas de miles de heridos, con los cientos de miles de desplazados internos en un territorio rodeado por muros y retenes militares que mide la décima parte de un principado europeo? (2).

Por cierto, en apenas una semana los argentinos iremos a las urnas, y por lo visto esta semana (3), a un lado y otro de la grieta les sigue resultando invisible este espectáculo de tratar los cuerpos y vidas de un pueblo entero con menos respeto que del que goza el ganado faenado en un frigorífico. Interesante para pensar cuánto elegimos finalmente los ciudadanos.

Conversando hace un par de semanas con una amiga que genuinamente me reconocía no entender nada sobre los orígenes del conflicto, recordé aquel film poco conocido del cineasta griego Costa-Gavras, Hanna K.

En él, lejos de la espectacularidad y los golpes bajos innecesarios, Costa-Gavras se propone exponer algunos de los fundamentos más básicos del conflicto palestino-israelí y de la circularidad de la violencia. Y lo notable es que, para conocer el drama palestino, recurre a la narración construida desde la mirada de una mujer israelí.

Estamos a principios de los años 80, en Israel. Una joven abogada (Jill Clayburgh) recibe un caso casi «administrativo»: durante un operativo de expulsión del Ejército contra una comuna rural, es detenido un hombre llamado Selim (Mohamed Bakri) en razón de su condición de «inmigrante ilegal». Hanna, nuestra protagonista, convence a las autoridades de la conveniencia de deportarlo antes que condenarlo a prisión. Simple, barato y expeditivo.

Apenas unas semanas después de que el hombre sea abandonado en la frontera, es detenido de nuevo por las fuerzas de seguridad, habiendo ingresado nuevamente de forma clandestina al país, y el juzgado vuelve a asignar el caso a Hanna. Con una salvedad: esta vez es Selim quien decide llevar a juicio al Gobierno israelí. Apelando a las propias leyes del Estado que lo expulsó, intentará demostrar los derechos de propiedad (¡ni más ni menos!) sobre un viejo caserón devenido en museo tras el desalojo y sobre la finca que le rodea.

Hanna toma el caso, y aun dudando de sí, de sus principios, de su identidad y a quiénes se debe, viaja hasta la vieja aldea de Selim, esperando encontrar material probatorio para su caso. Es interesante el diálogo que mantiene brevemente con una de las mujeres de la colonia israelí recién asentada en el lugar:

–Ella es mi sobrina, vino a vivir con nosotros hace unos meses, con el resto de la familia.

–¿Y usted vive hace mucho aquí, en Kfar Rimon?

–¿Yo? Nosotros construimos este lugar. Yo, mi marido y las demás familias. Ahora todos vivimos aquí.

–¿Y qué fue de la vieja aldea? ¿No queda nada?

–¿Había aquí una aldea?

Es como si le dijeran a uno, en el minuto antes de su ejecución, «ni siquiera el recuerdo de tu nombre te sobrevivirá». ¿Qué mejor manera de borrar la existencia de alguien, y de paso asegurar la impunidad de los perpetradores, que suprimir hasta su recuerdo?

Y si acaso alguien creyera que estamos hablando aquí de meras licencias literarias e hipérboles novelescas, le invitamos a leer acerca del caso Tantura (4) y de la polémica que rodeó a la tesis de maestría del historiador Teddy Katz (5), quien por cierto sufrió cárcel, tortura y difamación en su propio país a causa de la misma, y nunca consiguió que su trabajo fuera publicado por la universidad. A modo de oferta de temporada, le damos un adelanto: donde en 1948 se erigía una modesta aldea de pescadores palestinos sobre el Mediterráneo oriental, hoy funciona un resort de lujo privado, construido sobre una inmensa fosa común.

Al día de hoy la Nakba (6), una gigantesca operación de limpieza étnica iniciada a finales de 1947 con la anuencia y complicidad del Mandato Británico, sigue siendo un tabú, no sólo en Israel, sino en el debate público, la mayoría de las veces.

Y de nuevo podría objetarse: «Sí, es verdad, el Estado israelí se construyó sobre el despojo, la muerte y la expulsión de cientos de miles de personas, ¿pero acaso no todos los estados gozan del mismo prontuario en su carpeta de legajo?»

Es cierto que desde las investigaciones de Carlos Marx sobre las enclosure acts (7) del Parlamento británico y la expulsión de las comunidades campesinas durante los siglos XVII y XVIII, así como los trabajos más cercanos geográficamente del historiador Adolfo Gilly sobre la destrucción de los ejidos rurales en México en las décadas previas a la revolución durante el Porfiriato, sabemos que todo Estado moderno se asienta sobre una enorme (brutal) carga de violencia, y que la propiedad es, esencialmente, un robo.

Todo esto es verdad, y es por esto que consideramos que ambas deben ser superadas históricamente, en función de la organización libre y democrática de los trabajadores y la planificación racional de la producción y distribución de los beneficios del trabajo. Una solución que beneficie a los miembros del pueblo trabajador a un lado y otro de la frontera palestino-israelí. Clase hoy fracturada por el militarismo, las ambiciones políticas y la violencia sectaria promovida por las clases dirigentes.

Mientras tanto, hasta que eso suceda (y esperamos poder llegar a verlo algún día), jamás dejemos que los asesinos de razones y de vidas tengan reposo a lo largo de sus días, y que aun en la muerte los persigan nuestras memorias (8).

Notas

(1) Se puede consultar al respecto en: https://www.bbc.com/mundo/articles/cxedp0d2385o y también en https://www.reuters.com/world/middle-east/israeli-military-says-hamas-hiding-tunnels-operations-centres-gaza-hospital-2023-10-27/

(2) https://cnnespanol.cnn.com/2023/11/02/hospitales-gaza-desbordados-ataques-combustible-trax/

(3) https://www.telam.com.ar/notas/202310/644903-massa-daia-hamas-palestina-israel.html

(4) https://www.nytimes.com/2022/05/11/world/israeli-palestinian-mass-grave-tantura.html

(5) https://elpais.com/diario/2012/02/06/opinion/1328482804_850215.html

(6) La Nakba (en árabe, catástrofe) es el éxodo de más de 700.000 árabes palestinos que siguió a la formación del Estado de Israel en 1948.

(7) Las enclosure acts (leyes de cercamiento) establecieron en Inglaterra la división en parcelas, que pasaron a ser propiedad privada de particulares, de los campos comunales, tradicionalmente explotados en forma colectiva por pequeños agricultores.

(8) Los versos están tomados de la canción Campanades a morts, del músico catalán Lluis Llach en homenaje a los obreros vascos masacrados por la policía franquista el 3 de marzo de 1976 en la localidad de Vitoria, España.

Ficha Técnica / Hanna K.

Título original: Hanna K.

Género: Drama.

Dirección: Costa-Gavras.

Argumento y guión: Franco Solinas / Costa-Gavras.

Producción: Gaumont / K.G. Productions / Films Antenne 2.

Productora ejecutiva: Michèle Ray-Gavras.

Montaje: Françoise Bonnot.

Fotografía: Ricardo Aronovich.

Decorados: Pierre Guffroy.

Música: Gabriel Yared.

Intérpretes: Jill Clayburgh, Jean Yanne, Gabriel Byrne, Mohamed Bakri, David Clennon, Shimon Finkel, Michal Bat-Adam, Dafna Levy, Oded Kotler, Robert Sommer.

Distribuidora: Universal Pictures.

Duración: 108 min.

País: Francia.

Idioma: Inglés.

Año: 1983.

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