Chucky entraba tarde a las salas paraguayas. La película databa de 1988 e indudablemente fue programada como un relleno de clase B irrisorio, cuyas latas descansaban en los depósitos. Tal vez la razón haya sido que la película contaba en ese momento con un movido desempeño en los videoclubes, donde sus casetes eran prestados con asiduidad. Para ese año, ya existían la segunda y tercera película (que datan de 1990 y 1991, respectivamente). Luego, con el trascurso de los años, se sumaron cuatro películas más que siguieron reinando en el mundo doméstico. La posibilidad de que un juguete, como los que hay en cualquier casa, sea demoniaco, constituía un atractivo especial. Así Chucky reinó en las programaciones televisivas y en los videoclubes, y se puso a la par de Freddy Krueger, Jason y tantos monstruos de la pantalla.
Este año de tanto resurgimientos en el cine, Chucky, que ya ha sido mil veces tajeado, retorna renovado. La nueva película está dirigida por Lars Klevberg y no continúa las anteriores películas sino que retoma desde el comienzo, muy similar a la primera película. Pero aquí no es el espíritu de un asesino serial que se apodera de un muñeco, sino que el juguete en cuestión es un robot programado para complacer, al que le han deshabilitado todos los protocolos de seguridad, incluyendo aquellos relacionados con la violencia. Por eso, Chucky actúa para complacer a su dueño, un muchacho que vive con su madre soltera y tiene problemas de audición. Este chico solitario es constantemente abusado por otros chicos, y el muñeco hará todo lo que crea que puede hacer feliz a su dueño.
Interesante regreso de Chucky que plantea temas como la soledad y las nuevas tecnologías. Hay humor negro y en la segunda parte se pone bien sangrienta para agradar a los fieles seguidores del muñeco.