Que la crisis sirva para que el Gobierno empiece a gobernar

La amenaza del covid es real y sumamente seria, pero no es el único problema que tiene el Paraguay. Es lógico prestarle toda la atención que se merece, pero no por ello se deben dejar de lado otros grandes asuntos de extraordinaria importancia para el desarrollo nacional y la prosperidad de la gente. Entre ellos, la recuperación del equilibrio macroeconómico, la reforma del Estado, la reforma previsional y la renegociación del Tratado de Itaipú. Estos son ejemplos trascendentales, pero no únicos, hay muchos más. La impresión es que el Gobierno en gran medida ha dejado de gobernar. Su principal y casi única “política” ha sido la de tratar de mantener aislada a la gente y paralizado al país, subordinando todo a la emergencia sanitaria de manera demasiado pasiva (e ineficiente, como quedó evidenciado), a la par de inyectar fondos públicos en un absurdo intento de reemplazar y calmar a la sociedad. Ojalá la crisis sirva para revisar las actuaciones, recomponer las prioridades y reencauzar el destino de la República.

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La amenaza del covid es real y sumamente seria, pero no es el único problema que tiene el Paraguay, ni siquiera en el ámbito de la salud pública. Es lógico prestarle toda la atención que se merece, pero no por ello se deben dejar de lado otros grandes asuntos de extraordinaria importancia para el desarrollo nacional y la prosperidad de la gente. Entre ellos, la recuperación del equilibrio macroeconómico, la reforma del Estado, la reforma previsional y la renegociación del Tratado de Itaipú.

Las cuentas nacionales ya venían en un proceso deficitario que se terminó de desbarrancar durante la pandemia. El endeudamiento público, que era de 2.750 millones de dólares y 8% del PIB hace tan solo diez años, ya supera los 12.000 millones de dólares y el 33% del PIB, más allá de lo considerado prudente. Las finanzas del Estado cerraron en 2020 con un déficit del 6,2% del PIB, cuatro veces por encima del tope establecido en la Ley de Responsabilidad Fiscal, lo que se suma a ocho años consecutivos de saldos rojos. Pese a toda esa inyección de fondos públicos, que en gran medida se derrocharon en subsidios y gastos corrientes estatales, cuando no directamente en fugas atribuibles a la corrupción, la economía sufrió una caída de -1%, que habría sido muchísimo peor de no haber mediado una salvadora cosecha agrícola que moderó la recesión y contuvo la devaluación.

Esta situación no puede continuar, pero ya ni se habla al respecto. Seguir gastando a este ritmo es insostenible, por mucho que lo quieran justificar como medida anticíclica, supuestamente para impulsar la reactivación. Alegóricamente, es como que una familia se endeudara y tirara la casa por la ventana sin preocuparse si ello está o no dentro de sus posibilidades. En el corto plazo es probable que sus miembros disfruten una sensación de opulencia y bienestar, pero después estarán con la soga al cuello, no tendrán ni para lo básico y se encaminarán a la ruina. El Gobierno y las fuerzas políticas en el Congreso deben hacer de padres y madres responsables, refrenando la tentación de darles el gusto a todos y pensando en el mañana, no solo en el hoy. Esto implica reducir el déficit de inmediato, aun a costa de desacelerar la ejecución de obras públicas, y volver al tope legal (1,5% del PIB) no más allá de 2022.

Necesariamente ello debe ir de la mano de un ajuste real en el sector público, para mejorar la calidad del gasto, asegurar que el dinero de los contribuyentes sea bien utilizado y se revierta en prestaciones provechosas para la ciudadanía, pero también ha quedado en el olvido el debate sobre la reforma del Estado y se ha interrumpido casi cualquier movimiento en esa dirección.

En términos concretos, se requiere una ley de la función pública que se respete y se acate, que institucionalice la carrera del servicio civil en el Estado, con escalafones transparentes, estrictos concursos para acceso y promociones, evaluaciones de desempeño, reglas para premios y sanciones. Asimismo, una profunda revisión de la estructura estatal y de los organigramas de las instituciones, y animarse a eliminar entes o fusionarlos, para evitar la superposición de funciones, que hoy está a la orden del día. Solo el Poder Ejecutivo tiene 50 dependencias directas y hay otros tantos entes autónomos y autárquicos, empresas públicas, entidades financieras estatales, además de 17 gobernaciones y 260 municipalidades. Igualmente se necesita un nuevo sistema de adquisiciones y contrataciones, vía por la cual se roban 2.000 millones de dólares al año, según estimación del Banco Mundial. Se presentó recientemente un proyecto de ley relativo, pero no se le ha dado ninguna prioridad.

Tampoco se deben seguir postergando otras grandes reformas estructurales que son vitales para el futuro del país. Claramente una de ellas es la reforma previsional. Con apenas el 23% de la población económicamente activa aportando a algún fondo de jubilaciones y seguridad social, si no se toman medidas efectivas hoy, las siguientes generaciones tendrán dificultades gravísimas para soportar el peso de un creciente porcentaje de personas que ya no estarán en edad de trabajar y que se quedarán sin ingresos. Si nada cambia, en los próximos 20 años (que no son nada) habría por lo menos 2.500.000 ciudadanos en esa situación. Para tener una idea, solo para pagarle la mitad de un sueldo mínimo a cada uno se necesitarían 5.000 millones de dólares anuales, un monto que excede en 40% el total de las recaudaciones tributarias y aduaneras de la actualidad.

Finalmente, otro importantísimo tema nacional que ha sido puesto en un plano completamente secundario es la renegociación del Anexo C del Tratado de Itaipú, de la que depende mucho el prospecto y la estrategia de desarrollo del Paraguay. La fecha formal de revisión de dicho anexo, que regula las “bases financieras y de prestación de servicios de electricidad de la Itaipú”, es el 26 de abril de 2023, pero las tratativas deben comenzar mucho antes, a más tardar en 2022, y no se ha avanzado en una postura nacional consensuada entre las diversas fuerzas políticas para poner sobre la mesa de negociación, algo fundamental si se pretende algún grado de éxito.

Los anteriores son ejemplos trascendentales, pero no únicos, hay muchos más. La impresión es que el Gobierno en gran medida ha dejado de gobernar. Su principal y casi única “política” ha sido la de tratar de mantener aislada a la gente y paralizado al país, subordinando todo a la emergencia sanitaria de manera demasiado pasiva (e ineficiente, como quedó evidenciado), a la par de inyectar fondos públicos en un absurdo intento de reemplazar y calmar a la sociedad. Ojalá la crisis sirva para revisar las actuaciones, recomponer las prioridades y reencauzar el destino de la República.

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