El Estado cuesta G. 13 millones al año a cada habitante del país

El gasto público en 2022 será de alrededor de 13.850 millones de dólares, sin considerar las municipalidades y las deficitarias empresas estatales convertidas en sociedades anónimas, que no están incluidas en el Presupuesto General de la Nación. Eso significa que, ya sacando esos dos segmentos, en promedio el Estado paraguayo le cuesta a cada habitante del país, sea adulto, bebé, niño, adolescente, anciano, hombre, mujer, más de 13 millones de guaraníes al año. Si una familia tiene cinco miembros, el monto se eleva a 65 millones por hogar. Si tomamos la población económicamente activa ocupada, que es la que en definitiva paga los impuestos y mantiene el aparato estatal, el Estado le cuesta una media de 32 millones de guaraníes por año a cada trabajador no público. La gran pregunta es ¿qué recibe la ciudadanía a cambio?

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Salvo esporádicas donaciones de países extranjeros, el Estado tiene una única y exclusiva fuente de financiamiento: los contribuyentes de carne y hueso, tanto los de hoy, como sus hijos y nietos, que tendrán que pagar las deudas que les dejen. Por lo tanto, todo lo que gasta el Estado, de una u otra manera, directa o indirecta, abierta u oculta, sale del bolsillo de la población o de la explotación de recursos naturales que pertenecen al pueblo, como es el caso de las hidroeléctricas binacionales.

Si los ciudadanos aportan compulsivamente parte de su patrimonio y del fruto de su trabajo, ya sea mediante impuestos directos, ya sea mediante precios con tributos incluidos, ya sea mediante pago de tarifas por servicios públicos monopólicos, ya sea mediante formas encubiertas, como la inflación, lo que corresponde es que exista una contraprestación equivalente, o al menos razonable, con criterios de honestidad y eficiencia en el manejo del dinero de la ciudadanía y de la cosa pública.

Pero lo que existe es un Estado con alto grado de inoperancia. La corrupción es generalizada y descarada, desde patrulleros que salen a coimear hasta grandes negociados en contrataciones públicas, pasando por los arreglos y “maletines” en Aduanas, el latrocinio en las instituciones y empresas públicas, las decenas de miles de planilleros que ocupan puestos no necesarios, frecuentemente sin tener siquiera que asistir, a los que se suman los que trabajan a medias, no cumplen como deben sus funciones y no son supervisados, pero que cobran religiosamente, incluso bonificaciones.

La educación pública es de pésima calidad, pese a contar desde hace décadas con la mayor asignación presupuestaria del país. Ya antes de la pandemia el 92% de los estudiantes no alcanzaba las competencias básicas en matemáticas, el 68% en lectura y el 76% en ciencias, según la evaluación PISA D de 2017, situación que sin duda se agravó drásticamente con la suspensión total de clases presenciales durante prácticamente dos años lectivos. No obstante estos resultados, se siguen aprobando aumentos salariales indiscriminados e infinanciables para 78.000 personas que cobran rubros docentes, cuando es sabido que un alto porcentaje no desempeña esas labores y en muchísimos casos son operadores políticos o parte de la clientela de caudillos partidarios.

La pandemia puso trágicamente en evidencia la tremenda incompetencia de la salud pública. Aun cuando se pusieron a su disposición fondos de emergencia con montos y celeridad sin precedentes, a la par de mantener el país paralizado total o parcialmente por un año y medio, el covid provocó 16.500 muertes en un país con un promedio de menos de 30.000 defunciones al año, una catástrofe sanitaria de la que nadie se hace responsable. Muchas de esas muertes son producto de la corruptela y la incapacidad de gestión. Paraguay estuvo dos meses en el primer lugar en el mundo de muertes por covid por millón de habitantes y todavía hoy sigue entre los países con menor porcentaje de población vacunada en América.

El malgasto público tiene un altísimo costo para la gente. Un reciente y muy comentado estudio del Banco Interamericano de Desarrollo, titulado “Mejores gastos para mejores vidas: cómo América Latina y el Caribe pueden hacer más con menos” (2018), calculó que en nuestro subcontinente los Estados derrochan anualmente el 4,4% del PIB en compras sobrefacturadas, excesivos salarios y gastos corrientes, y subsidios no suficientemente focalizados que resultan en transferencias a personas que no son pobres.

El 4,4% del PIB de América Latina y el Caribe equivale a 220.000 millones de dólares anuales, una cifra que, bien aplicada, sería suficiente para eliminar la pobreza en la región. En Paraguay probablemente es más, pero si suponemos que el malgasto se ubica alrededor de la media, tendríamos que se despilfarran 1.800 millones de dólares del dinero de la ciudadanía cada año.

Por todo ello, una profunda reforma del Estado debería ser una gran reivindicación nacional. La típica excusa para postergarla y no llevarla adelante es su supuesto impacto social, pero esta es una falacia. Hay 382.000 personas que cobran de fuentes públicas según la estimación de la Encuesta Permanente de Hogares, ya contemplando municipalidades, los tres poderes y los políticos con cargos electivos (no así los jubilados estatales). Al tercer trimestre de 2021 conformaban el 11% de la población ocupada. La verdadera consideración social es velar por el otro 89%, que por lo general trabaja más y gana menos, pero que se ve obligado a sostener los privilegios de la burocracia estatal sin el retorno correspondiente.

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