Victoria Gray, quien padecía un enfermedad genética de la sangre, la drepanocitosis, una malformación de los glóbulos rojos que produce anemias y otros síntomas severos, esperaba una cura como esta hace más de 20 años.
“Desde que recibí las nuevas células he podido disfrutar más tiempo con mi familia sin preocuparme por el dolor o por una emergencia imprevista”, contó Gray.
El “milagro”, como lo define ella, ocurrió luego de someterse a un tratamiento experimental que duró semanas. Durante ese tiempo le extrajeron sangre antes de retirarle células responsables del origen de su mal: las células madre que se encuentran en la médula ósea y producen los glóbulos rojos, que en su caso tienen la forma de hoz característica de su enfermedad.
Esas células madre fueron luego enviadas a un laboratorio en Escocia, donde se modificaron genéticamente con una nueva herramienta llamada Crispr/Cas9.
A continuación se le volvieron a inyectar las células modificadas, que regresaron a su lugar de origen en la médula ósea. Luego de un mes, Gray comenzó a producir glóbulos rojos normales.
Las terapias genéticas insertan un gen normal en células que contienen un gen defectuoso, como un caballo de Troya, para que realice el trabajo que el gen fallido no realiza: fabricar los glóbulos rojos sanos de Victoria, por ejemplo, o en el caso de un cáncer, producir superglóbulos blancos que matan a los tumores. Pero Crispr va más allá: en lugar de agregar un nuevo gen, esta herramienta puede modificar un gen existente.
Las modificaciones del ADN de organismos vivos no son ninguna novedad, se realizan desde hace décadas. Prueba de ello son el maíz o el salmón OGM (sigla de “organismos genéticamente modificados”).
Pero Crispr, que se dio a conocer en 2012, ha hecho que sea más simple y mucho más económica que las herramientas previas.
Esto también reaviva el debate sobre las implicaciones morales en torno a la manipulación genética.