Persisten, sin murallas, las fronteras económicas y, sobre todo, culturales. Ellas están sólidas. Muchas diferencias económicas se deben a fronteras culturales.
Europa continental, en general, sufre aún culturas corporativas, donde el colegio, el gremio, la corporación, la cofradía, el sindicato, imperan; es la cultura institucionalizada por Benito Mussolini en “La Doctrina del Fascismo”; sacralizada en realidad por la Iglesia Católica, nostálgica siempre de la Edad Media en la que ella imperaba, (de “Rerum Novarum” a “Sollicitudo rei socialis”).
Pero Alemania, a la que Adolfo Hitler había hecho víctima de una versión radical del corporativismo, realizó, el 20 de junio de 1948 cuando Ludwig Erhard liberó precios y eliminó controles, una revolución total contra el fascismo, inaugurando la única economía de mercado real de Europa continental.
No hay fronteras físicas entre alemanes, checos, eslovacos, húngaros, austriacos. La carne argentina, no la nuestra, circula libremente hasta todo restaurante que se precie en Berlín o en Budapest.
La infraestructura es continua, pero se nota mayor inversión en el lado alemán, no tanto porque República Checa, Eslovaquia y Hungría hayan sufrido dictaduras marxistas hasta 1989 (la parte oriental de Alemania también) como por la importancia que la cultura corporativa mantiene en cada país.
En la propia Alemania persisten rémoras corporativas: En los deliciosos pueblos de los Alpes bávaros, por ejemplo, las farmacias cierran a las 18 y no se ve nada parecido a nuestras cadenas farmacéuticas sirviendo 24 horas.
La limpieza de los baños es, en general, otro diferencial de los alemanes. Recorrí rutas alemanas, austriacas y francesas en 2013 y ahora las de los países mencionados más arriba y hay diferencia. Es una frontera intangible pero persistente.
El idioma es la mayor frontera cultural. Los checos quieren hablar en checo y pensar a referentes checos. Igual los eslovacos, los húngaros y los austriacos, que hablan alemán, pero prefieren ser austriacos, herederos del Sacro Imperio.
Praga, en República Checa, y Budapest, en Hungría, convirtieron sus centros históricos en memoria de su ser nacional, en un atractivo y generan así conciencia, puestos de trabajo y millones de dólares. Gerardo Rolón Posse y Víctor Hugo Julio, en cambio, convirtieron nuestro centro histórico en una villa miseria, dañando nuestra memoria y generando pobreza.
Tras la caída del Imperio Romano de Occidente, en 476 de la era cristiana, muchos imperios europeos, desde el de Carlomagno hasta los nazis, derribaron las fronteras físicas entre sus naciones, pero nunca pudieron derribar las fronteras culturales, porque las naciones son realidades sociológicas que ninguna burocracia no democrática, como la que de nuevo gobierna a Europa, podrá vencer.
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