Aquellas y estas Navidades

A pocos días de la Navidad, el escritor Catalo Bogado recuerda las entrañables tradiciones populares que poco a poco han sido desplazadas por la apropiación comercial de esta fecha.

“El pesebre que aguarda”, por Mon Tzé.
“El pesebre que aguarda”, por Mon Tzé.GENTILEZA

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La Navidad es una de las festividades más importantes del cristianismo. Esta solemnidad, que conmemora el nacimiento de Jesucristo en Belén, la celebran la Iglesia católica, la Iglesia anglicana, algunas comunidades protestantes y la mayoría de las Iglesias ortodoxas cada 25 de diciembre.

Según algunas escrituras, fue san Francisco de Asís quien, en 1223, tuvo la idea de celebrar la primera Nochebuena representando el nacimiento de Jesús en un humilde pesebre, rodeado de aves y de animales de corral como asnos, vacas y ovejas.

En nuestro país, desde la época colonial, cada año se revivía con gran entusiasmo familiar el nacimiento del pacífico rabí de Galilea con la reconstrucción simbólica del pesebre de la ciudad de Belén. Cada diciembre, la familia buscaba un rincón amable, que podía ser el ogaguy, la sala o un recodo de los corredores que suelen defender muchas casas paraguayas de la canícula.

Una vez elegido el lugar, empezaba a funcionar la destreza creativa del cándido pueblo: comenzaba talando medio bosque para traer las dóciles ramas de los árboles de tiernas hojas; se segaban las pajas más suaves y se unían con los juncos más lozanos. La industria doméstica fabricaba estrellas refulgentes, cometas de larga cola con papel dorado y esferas polícromas de porongos y naranjos que, junto con las chipas argolladas y los collares de maní, colgaban de hilos sutiles para adornar el fresco y aromado palio.

Limpiado el piso de briznas y restos de maderas, con retazos de arpillera, cartón, arenilla y mucho atrevimiento de la imaginación, hacían brotar cerros y collados atravesados por un sinuoso camino por donde, a falta de camellos, venían a pie desde Oriente los tres Reyes Magos trayendo el incienso, el oro, la mirra. Con mosaicos de gramilla completaban el paisaje creando un confuso interior del establo, que a la vez parecía una pradera donde vacas, ovejas, pastores y las frutas de la estación veraniega rodeaban el canastito de mimbre cargado de pasto seco que serviría de cuna para «el niñito»… Así era antes.

Últimamente, al parecer, esas simplicidades ya no satisfacen la fantasía de los constructores, que, obstaculizados por las estrecheces del medio, echan mano a los más heterogéneos e improcedentes objetos para poblar el retablo y, «modernizándolo», sitúan, junto a la sagrada familia del Dios niño, dinosaurios, soldaditos de juguete, tanques de guerra, aeroplanos, hombres araña, rubias muñecas en autos rojos y caballitos de mar… Entre esta multitud de personajes, las proporciones fabulosas de las sandías y los melones hacen que las minúsculas figuras de San José, la Virgen María, el Divino Niño, los Reyes y sus camellos se parezcan a los seres que viera Alicia en el País de las Maravillas.

«La religión del paraguayo está tocada de paganismo. Por eso ama más el color y la forma del ritual que el duro precepto del dogma. Pero su pecado de irreverencia, de seguro, es perdonado por ese Dios que gustó siempre del homenaje de los llanos», dice don Carlos Zubizarreta en sus Acuarelas paraguayas. Y sigue: «La representación del Belén bíblico es un ejemplo vivo de la deformación sistematizada que en América soportó el austero credo cristiano. Los antiguos catequistas del coloniaje vistieron de fantasía la religión católica para hacerla más tentadora a los gentiles. Fueron los jesuitas, principalmente, quienes más abusaron del sistema, imponiendo un ritual vistoso. Como profundos conocedores de la mentalidad aborigen, fomentaron sus aficiones ancestrales para imponerles el culto de la nueva fe» (1).

Pero las cosas evolucionan y van tomando insospechados rumbos. Al respecto, el escritor Gabriel García Márquez, en su artículo «Estas Navidades siniestras» (publicado en el diario español El País el 23 de diciembre de 1980), escribe:

«Antes, cuando sólo teníamos costumbres heredadas de España, los pesebres domésticos eran prodigios de imaginación familiar. El niño Dios era más grande que el buey, las casitas encaramadas en las colinas eran más grandes que la Virgen, y nadie se fijaba en anacronismos: el paisaje de Belén era completado con un tren de cuerda, con un pato de peluche más grande que un león que nadaba en el espejo de la sala, o con un agente de tránsito que dirigía un rebaño de corderos en una esquina de Jerusalén. Encima de todo se ponía una estrella de papel dorado con una bombilla en el centro, y un rayo de seda amarilla que había de indicar a los Reyes Magos el camino de la salvación. El resultado era más bien feo, pero se parecía a nosotros, y desde luego era mejor que tantos cuadros primitivos mal copiados del aduanero Rousseau.

Todo aquello cambió en los últimos treinta años, mediante una operación comercial de proporciones mundiales que es al mismo tiempo una devastadora agresión cultural. El niño Dios fue destronado por el Santa Claus de los gringos y los ingleses, que es el mismo Papa Noel de los franceses, y a quienes todos conocemos demasiado. Nos llegó con todo: el trineo tirado por un alce, y el abeto cargado de juguetes bajo una fantástica tempestad de nieve. En realidad, este usurpador con nariz de cervecero no es otro que el buen San Nicolás, un santo al que yo quiero mucho porque es el de mi abuelo el coronel, pero que no tiene nada que ver con la Navidad, y mucho menos con la Nochebuena tropical de la América Latina.

Con todo, tal vez lo más siniestro de estas Navidades de consumo sea la estética miserable que trajeron consigo: esas tarjetas postales indigentes, esas ristras de foquitos de colores, esas campanitas de vidrio, esas coronas de muérdago colgadas en el umbral, esas canciones de retrasados mentales que son los villancicos traducidos del inglés; y tantas otras estupideces gloriosas para las cuales ni siquiera valía la pena de haber inventado la electricidad» (2).

Y la verdad, visitando los supermercados y shoppings, escuchando el ho, ho, ho de un señor gordo arropado con lana roja y caminando entre pinos nevados con 40 grados de calor, uno se da cuenta de que no queda nada del Belén que la fantasía de nuestros antepasados había construido con cándido fervor y no puede dejar de preguntarse si el niñito Jesús no sentirá nostalgia de aquellas Navidades con cantos de cigarras y olor a flor de coco.

Notas

(1) Carlos Zubizarreta: Acuarelas paraguayas (Buenos Aires, Espasa-Calpe Argentina, 1940, 243 pp.).

(2) Gabriel García Márquez: «Estas Navidades siniestras», El País, 23/12/1980. En línea:

https://elpais.com/diario/1980/12/24/opinion/346460406_850215.html

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