Augusto Casola nos sirve Café con Leche para festejar los 40 años de su primera novela (I)

Una idea germinante centraliza el tema de la novela de Augusto Casola: la muerte, a la que elude en casi todos los capítulos. El escritor, al nombrarla, lo hace con frases como: “Entrar en ese sueño sin imágenes”, “un muerto es una realidad estéril”, “atracción de la gravedad hacia el abismo”, “entrar al mundo de los olvidos”, “ese profundo abismo presentido”, “un organismo que se extingue”, “un área de tinieblas desconocidas y monstruos extraños”, “una soledad completa”, “un abismo sin inicio ni final del todo”, “enfrentar el alcantarillado infinito y negro”. Como se ve, la muerte está siempre rondando el ámbito novelístico en el que se respira un aire elegíaco.

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La construcción de la geografía urbana en un antiguo barrio céntrico asunceno, las inmediaciones de las calles Paraguarí, Antequera, los antiguos nombres ya cambiados como Río Blanco, Amambay, hoy día Gaspar Rodríguez de Francia, esa construcción del espacio rescata escenas de la vida de las familias radicadas en el barrio, vecinos y conocidos. Rememora un cumpleaños infantil en el que el autor describe cómo se hacía la invitación para la fiesta infantil: el mismo niño recorría las casas del vecindario a invitar a sus amiguitos, todos los vecinos se conocían, se visitaban, rendían culto a la amistad, y se practicaban costumbres sencillas y fraternas que demostraban lazos amistosos en una comunidad barrial. Se destaca la sencillez en el festejo: los chicos eran felices compartiendo juegos y golosinas, la vida honesta sin lujos ni demostraciones hipócritas de apariencias mentirosas. Este aspecto del costumbrismo asunceno es un recuerdo nostálgico de una ciudad que ya no existe, sumergida en el pasado. Recuerda las tertulias en las casas, moderados placeres como el tereré o el mate compartido, sentados en sus sillones cada cual frente a sus casas para refrescarse al atardecer, o las visitas de parientes u amigo que llegan de sorpresa, no se estilaba en aquel tiempo el anuncio de visitas, se llegaba sin previo aviso, y se era amablemente recibido y se compartía lo que se tenía. La gente vivía con dignidad y franqueza.

La arquitectura de esas casas de los barrios céntricos descrita con detalles; grandes aposentos unos a continuación de otros con el sanitario al final. La entrada con un portal de hierro, el zaguán con sus gradas de mármol y luego el vestíbulo; la primera habitación, situada sobre la calle, una pieza con balcones en los que sus habitantes se asomaban para observar lo que sucedía en la calle y, desde allí, conversaban con los vecinos y conocidos que transitaban por la acera. En fin, la vida que describe Casola envolvía los mandados para el almacén, la panadería, los paseos con la madre por la calle Palma, un espacio de cruces y encuentros, los juegos de trompo y bolita, el intercambio de figuritas:

“…ya no es la Asunción amada de jazmines y naranjos, sino una medusa de mil cabezas que escupe humo y está ansiosa por devorar a los incautos ancianos que se desplazan flanqueados por esas centelleantes amenazas en que se convirtieron las calles, las avenidas, la ciudad entera”. (p. 236).

En sus pasajes alternan armoniosamente lo nuevo y lo viejo, lo arcaico y lo moderno que se nutren mutuamente en una porosidad en movimiento y renovación. Sus relatos constituyen camino, indagación y búsqueda, que convocan al lector a configuraciones multilineales sin contorno definido entre la distancia de los recuerdos, la presencia de voces del presente y los ecos del recuerdo.

Configuración estructural. Multiforme en su construcción, Casola combina texto en prosa y en verso, alterna diálogos y largos monólogos, entrevistas de estilo periodístico junto a relatos y hasta informes, noticias de periódicos sobre acontecimientos de la época que abarca la novela, recortes de diarios que atestiguan hechos que se recuerdan en el relato.

“La década del 70 fue prodigiosa y se extendió hasta los primeros años del 80. Entonces comenzó la decadencia. El dinero fácil comenzó a escasear, se fue acabando. Algunos comenzaban a despertar de diez años de modorra para descubrir que ya no disponían de los medios suficientes para sostener el ritmo de vida, que hasta ayer nomás era lo habitual”. (p. 197).

Maniobras del entramado. El texto alude a un fantasma que se corporiza y conversa con César, el protagonista, quien lo interpela sobre hechos ocurridos, o es el mismo César que instiga y fustiga al fantasma de su padre quien lo visita y se sienta en su sillón de mimbre, cuando la casa está a oscuras. En cada pliegue y repliegue de la realidad presentada, lo real parece escindido y ligado a lo fantástico, como si fuese un reverso de sí mismo y, a su vez, el de una totalidad sin fin en la reiteración de temas del tiempo, de la belleza, de la enfermedad, la memoria, el erotismo, el dolor, el poder y la muerte, pues César habla con Estela, Estela con César y consigo misma, o con la hija o el hijo al que a veces lo ve vivo y al momento su silueta se diluye en la sombra cuando reconoce que está muerto.

César flota entre su realidad matrimonial, que ya lleva décadas y la búsqueda de la felicidad en otro escenario, en encuentros con su amante, con Zoraida, con quien tiene experiencias ilusorias, de paraísos efímeros que alteran la serenidad de su conciencia despojándolo de la paz, sumergiéndolo en un estado de confusión, que borra todo intento de razonamiento que admita la veracidad de sus juicios.

El inquisidor y el fantasma, como ya dije, son otras tantas caretas del mismo narrador, que se desdobla y se multiplica en otros personajes para presentar las mismas ideas desde distintas aristas, contar varias veces los mismos hechos desde ángulos de visión diferentes, constituyen un buen recurso para introducir las variaciones de enfoques.

La novela carece de grandes acciones, los actantes son dueños de todas las técnicas para contar la historia desde la focalización de cada personaje, y el lenguaje correcto y claro consigue cambios en perspectiva y la cosmovisión.

Varios tipos del yo narrador, esa es la novedad, el yo y su propio fantasma, el inquisidor que no es sino el relator y su propio fantasma puesto que el narrador finge tan claramente cómo consiguió la información: hace que el inquisidor investigue y le informe sobre los hechos acaecidos.

Las descripciones referenciales las hacen César y Estela, la persuasión se da por medio de palabras con ritmo agradable. El estilo en el episodio refleja el valor de las descripciones de los subtemas. Así en el episodio de la preparación de la boda de la hija, los elementos se relacionan entre sí por contigüidad: iglesia, ceremonia, preparativos componen un conjunto coherente.

Formas intermedias del estilo directo y del indirecto tienen una función emotiva. Cuando el narrador se refiere a sí mismo, es decir, se convierte en autor con la misma identidad, como cuando César es igual al autor según los capítulos que rezan: “Notas del autor“; aunque el lector debe trazar una clara línea divisoria entre la persona humana y el personaje.

Editor: Alcibiades González Delvalle - alcibiades@abc.com.py

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