Chile, Ecuador, Venezuela, Argentina, Colombia, México, Bolivia han protagonizado las noticias en las últimas semanas con protestas multitudinarias en las calles donde se pudo advertir con diversos matices una indignación que se desbordó en daños importantes a edificios públicos y privados, saqueos de supermercados y tiendas y una ira incontenible de muchos participantes.
El derecho a manifestarse pacíficamente es de rango constitucional y, por ende, merece todo el respeto y consideración; no obstante, la radicalización de las protestas, el estallido social violento de algunos sectores es absolutamente censurable.
Podemos responsabilizar de estos hechos a “alguien” o atribuir los desbordes a una lucha ideológica y quedarnos en el análisis epidérmico de calificar a los manifestantes como vándalos y delincuentes; podemos alentar y apoyar la represión policial y el estado de sitio o toque de queda y enfatizar que no estamos de acuerdo con la forma violenta de reivindicar derechos conculcados por el gobierno. Si así lo hacemos no hemos entendido lo que está pasando en realidad, o al menos lo entendimos solo desde una perspectiva absolutamente insuficiente.
Lo que está pasando en la región –con sus bemoles y diferencias– es producto del hartazgo ciudadano, del hastío y pérdida de confianza en los políticos que por años de manera impune y recurrente han saqueado y vaciado de contenido a la democracia, la han maltratado con infames mentiras y robos escandalosos del erario público sin ningún tipo de consecuencia.
En síntesis, con sus conductas y mentiras electorales, los políticos han matado la esperanza de miles de ciudadanos y otorgado licencia para el crimen social y colectivo materializado en desbordes inaceptables que ponen en peligro la convivencia pacífica y anulan la única herramienta válida en democracia: el diálogo.
No quiero ser pájaro de malagüero, pero si en Paraguay los políticos, ministros, fiscales y jueces seguimos actuando de una manera irresponsable y dando rienda suelta a la corrupción e impunidad, llegará el momento donde el vaso simplemente se colme y ya no habrá reacción superadora posible. Si los gobernantes de este país creen que la anestesia social va a ser eterna, se equivocan.
Hablaré de los “chanchos de mi chiquero” de la casa que habito desde hace 15 meses y podrán entenderme.
La estrechez metal y emocional es característica de la Cámara de Diputados, no existen protocolos, se priorizan asuntos de interés particular, la conciencia colectiva en la toma de decisiones es nula y lo peor de todo es que el tufo a corrupción fermenta como levadura sin que la justicia parpadee para evitarlo de manera eficiente y oportuna.
La enfermedad que padecemos en la región, incluyendo a Paraguay es la desigualdad del modelo económico y entre sus síntomas incuestionables y evidentes figuran: la desestabilización social, la pobreza, el hambre, la insatisfacción, la ira, el caos, el desorden y el desborde.
Cuando se mata la esperanza y ya no existen utopías solo queda el árido desierto; hostil y solitario.
Si queremos evitar que las cosas empeoren y la leche llegue al punto de ebullición no existen secretos: urgen transformaciones estructurales en educación, salud, seguridad e infraestructura.
“Cuando las barbas de tu vecino veas afeitar, pon las tuyas a remojar”; en otras palabras, este refrán nos enseña que cuando vemos afeitar la barba del vecino, sabemos que los siguientes vamos a ser nosotros, por lo que nos preparamos para cuando nos toque el turno.
Kattya González