Una segunda oportunidad

Don Celso necesitaba con urgencia una cama de terapia intensiva. Sentado en un sillón de cable, en el pasillo, era asistido con un balón de oxígeno y una mascarilla de auxilio. Era lo único que los profesionales médicos podían hacer.

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Su familia pasó los días gastando lo que no tenían, corriendo con recetas en mano a las farmacias, recibiendo comida de esos ángeles que voluntariamente llegaban a los hospitales para asistir a aquellos que en las carpas y en la intemperie, pasaban las horas sumergidos entre la angustia y la esperanza.

Sin embargo, la variante invasiva del coronavirus lo deterioró tan pronto. Don Celso, tapado con una colcha desteñida y abrazado a una almohada que le servía de consuelo y compañía, exhaló su último aliento de vida en ese pasillo donde el dolor se repetía constantemente.

En ese mismo hospital, Francisco luchaba en una cama de terapia intensiva con esperanzas de vencer al virus. Desconocía que don Celso, el despensero, sufrió hasta el último suspiro a unos pocos metros de él. Respirando cada diminuto aire que podía, Francisco, antes de entrar a terapia, escuchó que una doctora lloraba de impotencia porque le reclamaban ingresar a terapia a otra persona, urgente.

De vida o muerte, fue la frase que escuchó no una, sino varias veces. En ese momento pensó en el juego mortal que había propuesto en su grupo -decía él- por cansancio al encierro. Él también estaba entre la vida y la muerte. En otra sala estaba una mujer de menos de 70 años que peleaba por su vida, como lo había hecho siempre. Ella sí sabía que un joven había entrado de urgencia, pero no tuvo la suerte de ser elegida para entrar. La experiencia de vida cargada de responsabilidades desde muy joven sostenía su lento latido del corazón y, como sabía que era su última esperanza, se ataba al escaso aire que le llegaba. Este es el fin, pensó, aunque quiso reponerse rápido porque le alentaban a que piense en positivo. La muerte, ella con un trabajo que le había encomendado injustamente la vida, le saludaba cálidamente y le decía que no se preocupe. Que así como se nace, se muere. “Tomate el tiempo que quieras, pero no tardes tanto”, le escuchó decir suavemente al oído. “No tengas miedo”. Mientras intentaba encontrar aire que el oxígeno ya no daba, decidió pensar en lo que había hecho hasta ese día. “No hay nada que reprocharme”, se convenció. “Hice todo lo que tenía que hacer, todo lo que pude como manda la vida. Creo que es hora de irme”, se dijo a sí misma en su cansada mente. Le preguntó a la muerte si podía pedir un último deseo. “Lo que quieras”, le dijo. “Deseo regalar mis últimas fuerzas”, respondió. “Solo no eres dueña de tu muerte. Eres dueña de tu vida y de todas tus fuerzas; vida ya no te queda, pero sí tus últimas fuerzas, puedes hacer lo que quieras”. Entonces, sus últimas fuerzas, como fue en toda su vida, las regaló a sus seres queridos que la llorarán y, sin conocerlo, su último suspiro y poco de aire fue para Francisco, que en ese momento despertó y empezó a respirar mejor.

smoreno@abc.com.py

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