Viernes, llegaba Francisco. Frente mío sobre la avenida, un muchacho muy alto se posicionó con el celular elevado sobre nuestras cabezas y segundos después del paso del papamóvil, exclamó: “¡logré una selfie con el Papa!”. Efectivamente, en su pantalla se veía su cara sonriente, y un bulto blanco casi irreconocible que mezclaba vehículo, Papa y movimiento. Quedaba eternizado para mi vecino de vereda el momento, pero se perdía para siempre la experiencia… ¡él vio el Papa de espaldas, por la pantallita 5 pulgadas de su celular!
La tecnología es una maravilla: hace la vida más fácil, nos abre nuevas posibilidades para relacionarnos, salva vidas. Pero mucho ya se habló también de las desventajas de esas maquinitas “diabólicas” (para mantenernos en el clima bíblico) cuando nos transformamos en seres dependientes de ellas. Nacen neopatologías psicológicas, todavía no totalmente estudiadas, definidas o estandarizadas, tales como la “nomofobia”, el miedo irracional a salir a la calle sin celular, olvidarlo, perderlo, que se acabe la batería o estar en una zona sin cobertura; o la “cibercondría”, algo así como una hipocondría causada por leer sobre síntomas de enfermedades en internet, para después convencerse de que se padece dicha enfermedad.
A mí me preocupa algo más simple, si se quiere más básico, elemental: parece que en la sociedad contemporánea, todo debe ser registrado, fotografiado o grabado, para que se valide la experiencia vivida. Y si el hecho o personaje famoso puede aparecer al costado de mi cara en la foto, en una selfie perfecta de esas tan difíciles de lograr, ¡mucho mejor! Se publica en Facebook o Twitter para que todos vean, y la validación de la experiencia estará completa. Sin muchos “Me Gusta”, es como si no existiera la experiencia.
Y en el afán de lograr la selfie, o una simple foto del Papa, de Steven Tyler o de Nelson Haedo, la gente mira el mundo por la pantallita del celular, y el mundo pasa a tener pulgadas y píxeles en lugar de movimientos, colores, olores, sorpresas y emociones.
El periodista Andrés Colmán posteó hace algunas semanas en su perfil de Facebook una anécdota muy acorde a lo que quiero analizar. Cuenta que estaba en Tañarandy hace algunos años cubriendo los ensayos de las obras vivas de Koki Ruiz (que después del retablo dispensa presentaciones), en compañía del genial fotógrafo René González, el mismo que registró la imagen del desborde emocionado de los niños del coro que se transformó en el regalo simbólico de Paraguay y su admiración al Papa. René, impresionado por lo que veía, fotografiaba sin parar cuando Koki, según nos relata Andrés, dijo: "¿Sabés qué…? Me encantan tus fotos. Tomá todas las que quieras, pero me gustaría que luego guardes tus cámaras por un instante y te pongas a contemplar las obras, porque esto no va a durar físicamente, es un arte fugaz, pero sí va a durar por siempre en tus emociones y en tu memoria..."
Podría buscar cuantos Mega, Giga o Terabytes tiene el cerebro humano, pero no hace falta. Nuestra enorme memoria se limita por la capacidad de procesamiento de las experiencias, y el aprovechamiento emocional que podemos dar a toda la información sobre personas, eventos y situaciones a las que somos expuestos todo el tiempo. Y en el mundo de la supercomunicación, los estímulos son tantos, en número y forma tan superiores a lo que podemos procesar, que hace de la simple capacidad de “atender” toda una competencia diferenciadora.
Los productos y servicios generan hoy una experiencia que puede lograr la atención de los observadores por un fugaz instante, pero que depende de toda una historia previa, y toda una expectativa creada, para dejar una marca en las personas. En el mundo del marketing se habla hace décadas sobre el “momento de la verdad”, el momento en el que el cliente tiene el producto en sus manos y puede decidir entre comprarlo o dejarlo. Yo creo que la tecnología, y la relación de los jóvenes consumidores con ella, van a cambiar muy rápidamente ese momento de la verdad, si es que ya no lo cambió sin que las empresas se den cuenta.
Me explico: a cada día, el acto de la compra en sí pierde más y más fuerza. Para las nuevas generaciones, elegir el producto o servicio es un momento alejado del uso y la experiencia que el uso conlleva. Cuando un joven elige un producto, ya lo investigó, comparó, leyó decenas de opiniones en contra y a favor. Conoce sus defectos y virtudes mejor que los mismos desarrolladores de la fábrica, ya que hacen parte de una comunidad interconectada llamada mercado. Llegan al momento del “sí” y del pago ya convencidos, y es poco lo que se le puede agregar.
La automatización de ese proceso de elección, y la soledad en la que es realizado, disminuyen tremendamente la importancia de la compra en sí. “Hacer shopping” hoy es pasear, no comprar. A punta de “mouse”, el nuevo consumidor carga todas sus expectativas en el momento del uso, el momento de la experiencia. Pero con tanto para hacer, ver y tener, cada experiencia cuenta con muy poco tiempo para dejar su registro en la memoria de la persona.
Será necesario, por lo tanto, repensar el momento de la verdad, creando una relación previa de marca más profunda, basada no en las características y beneficios del producto, y sí en la importancia de la experiencia que generará en la vida de los consumidores, para que cuando la experiencia ocurra, ya venga con la carga emocional positiva que el consumidor espera. Porque el momento será breve y debe ser intenso si la marca quiere posicionarse de manera poderosa en el mercado.
Mi metys es: la capacidad del consumidor de aprovechar las experiencias está muy limitada por el tiempo escaso y la sobreexposición a estímulos que vienen de todos lados. La selfie es la señal de los tiempos de esa capacidad limitada. ¡Y tu producto está sobre un Papamóvil metafórico que pasa volando por la avenida de la vida de las personas! Construí una historia previa, facilitá el proceso de elección y compra, y concentrate muy especialmente en el nuevo momento de la verdad: el momento de la experiencia de uso por parte del cliente.
Posdata: qué capo es Francisco, ¿eh? Como es un líder religioso importante, lo diré con mucho respeto: ¡no orina nunca fuera del recipiente apropiado! Todo lo que dice vale la pena, ahora solo falta que accionemos, que hagamos lío.
Todos querían verlo, y pensar que el sentido más importante para apropiarse de su mensaje es la audición. A cerrar los ojos y tomarnos una selfie interior, para revisar si escuchamos lo que tanto aplaudimos y hacemos lo que tanto nos inspira.
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