Mario Abdo Benítez no merece superpoderes

El proyecto de ley de “emergencia sanitaria por la pandemia de covid-19” que presentó el Poder Ejecutivo al Congreso, que prácticamente establece un estado de sitio por tiempo indefinido en el país, sería la coronación de una larga serie de arbitrariedades y atropellos a las libertades y garantías constitucionales de los habitantes del Paraguay. Que el Gobierno de Mario Abdo Benítez pretenda obtener nuevos poderes extraordinarios después de más de un año de cercenamientos sistemáticos y permanentes de derechos ciudadanos, y después de haber defraudado una y otra vez la confianza de la gente, constituye un acto de arrogancia y caradurez que ofende al pueblo paraguayo. Un aislamiento social estricto y generalizado es inviable en un país como Paraguay. Lo único que Mario Abdo Benítez puede hacer legítimamente a estas alturas para salvar su responsabilidad es traer vacunas de una vez por todas.

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El proyecto de ley de “emergencia sanitaria por la pandemia de covid-19” que presentó el Poder Ejecutivo al Congreso, que prácticamente establece un estado de sitio por tiempo indefinido en el país, sería la coronación de una larga serie de arbitrariedades y atropellos a las libertades y garantías constitucionales de los habitantes del Paraguay. Ya nos hemos referido a las graves amenazas que el proyecto lleva implícitas para el orden democrático de la República. Pero el solo hecho de que el Gobierno de Mario Abdo Benítez pretenda obtener nuevos poderes extraordinarios después de más de un año de cercenamientos sistemáticos y permanentes de derechos ciudadanos, y después de haber defraudado una y otra vez la confianza de la gente, constituye un acto de arrogancia y caradurez que ofende al pueblo paraguayo.

Una vez más debemos recordar que este Gobierno ya solicitó y consiguió en tiempo récord una ley de emergencia, posteriormente ampliada y extendida, que le otorgó vastas discrecionalidades financieras y operativas con el objetivo principal de preparar el sistema sanitario nacional para enfrentar la pandemia, con los pobres resultados a la vista. De los 8,2 billones de guaraníes ya ejecutados solamente en el marco de dicha ley, apenas el 12,5% se destinó a Salud Pública, según la rendición de cuentas oficial en el portal del Ministerio de Hacienda. La mayor parte se rifó en subsidios sin focalización ni evaluación de impacto, y en lo que eufemísticamente llamaron “mantenimiento del funcionamiento del Estado”, léase pagar sueldos a funcionarios públicos sin ningún tipo de ajuste de cinturón, mientras que la gran mayoría de la sociedad viene haciendo malabarismos para poder subsistir.

No contento con ello, este Gobierno duplicó el endeudamiento público, que pasó del 18% al 35% del PIB en lo que va de su mandato, y llevó el déficit fiscal a niveles históricos, echando por tierra el proceso de crecimiento con estabilidad que había distinguido últimamente al Paraguay en la región. Si ese gran esfuerzo nacional se hubiese concentrado con eficiencia y honestidad en el objetivo primordial, que era poner en condiciones los hospitales, proveer los insumos y medicamentos en tiempo y forma, hacer todas las previsiones necesarias para ganarle batallas a la pandemia, hoy por lo menos tendríamos un sistema sanitario de primer nivel. Claramente no es el caso.

Ni siquiera se ha podido organizar un razonable esquema de testeos públicos masivos, lo cual hubiera permitido una mejor y más oportuna identificación de los portadores del virus, con lo que se habría podido controlar la propagación e iniciar tratamientos más a tiempo para reducir el número de casos graves.

Ni hablar de la vacunación, un área crucial que debió ser de altísima prioridad, en la que el Gobierno ha fracasado estrepitosamente. Podrán poner cualquier excusa, pero la realidad es que todos los países vecinos han conseguido vacunas, y Paraguay no. Chile ya vacunó al 80% de su población, Uruguay al 56%, Brasil al 22%, Argentina al 19%, Bolivia al 8%, Paraguay al 2%, el porcentaje más bajo en Sudamérica después de Venezuela.

Esta es la situación después de un año y dos meses de cuarentena y miles de millones de dólares puestos a disposición de las autoridades, ¿y qué respuesta ha dado el Poder Ejecutivo en todo este tiempo? Más de veinte decretos de muy cuestionable constitucionalidad estableciendo restricciones a derechos fundamentales, por lo general como simples intentos de desviar la atención, que dañaron seria y permanentemente la economía de innumerables familias trabajadoras, pero que en poco y nada contribuyeron para cortar la circulación interna del coronavirus, como lo prueban las cifras récord de contagios y fallecimientos.

El proyecto de ley que acaban de presentar es una vuelta de tuerca más para el mismo fin. De por sí, a través de la larga cadena de decretos de “aislamiento preventivo general”, el Poder Ejecutivo ya se viene autoasignando la facultad de limitar o suspender garantías constitucionales de la sociedad civil. Ahora quiere hacerlo por ley. El efecto es exactamente el mismo que el del estado de excepción previsto en el artículo 288 de la Constitución, con la diferencia de que este solo puede declararse por un plazo máximo de 60 días, que solo se puede prorrogar por períodos de 30 días con mayoría absoluta de ambas cámaras del Congreso, mientras que este proyecto de ley pretende imponerlo de manera permanente.

Desde el punto de vista práctico, con ello no podrán hacer nada diferente a lo que ya han estado haciendo, que son restricciones parciales e inconducentes. Un ais- lamiento social estricto y generalizado es inviable en un país como Paraguay, donde la mitad de la fuerza laboral está compuesta por trabajadores independientes y donde dos tercios de la mano de obra se desempeña en el sector informal. Si es eso lo que tienen en mente, la inevitable derivación será un estallido social como el que ha ocurrido en la hermana Colombia.

Lo único que Mario Abdo Benítez puede hacer legítimamente a estas alturas para salvar su responsabilidad es traer vacunas de una vez por todas. No tiene la facultad constitucional, y mucho menos la altura moral, para recibir superpoderes y amenazar a la sociedad civil con el uso de la fuerza pública.

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